viernes, 22 de agosto de 2025

prueba

 

Noctem esurit

 

El espejo blanco

es la puerta

La sonrisa

Su llave

El sueño

Su reino

 

Nueve las letras de su nombre

nueve su parpadear

El ojo que todo ve

Sueña sin dormir

 

La puerta negra

Es la grieta

La sonrisa

su color

 

El tiempo

Es la espiral

Nueve sus brazos

Nueve sus ciclos

 

El ámbar divino

Nos observa

Sin pestañear

Desde el umbral

 

De pálido mármol

Las estatuas

Alzando sus brazos

Imploran sin hablar

 

Armonía al pregonar

Nos arrodillamos

Frente al altar

 

Melodía sin igual

Es su voz

Al expresar

 

Nueve al final

Nueve al comenzar

Azh´Narhok

Guianos a tu hogar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El gato.

Desde el inicio de los siglos, los perros habían custodiado los linderos del mundo. Caminando por pueblos y ciudades, por sueños diurnos y senderos de vigilia. Ladrando cuando algo se movía en la oscuridad, y los humanos, dormidos o despiertos, les agradecían sin saberlo. Los perros sabían lo que hacían: mantenían a raya lo que no pertenecía a este mundo.

Pero en las noches más viejas, esas que no aparecen en el calendario, los perros temblaban. No por frío, no por miedo común, sino por una memoria ancestral. En sus genes aún ardía el recuerdo de él, de eso, de ese gato, que no maullaba…sino que sonreía.

Las ciudades cambiaron a través del paso del tiempo. Los humanos olvidaron, ya no miraban a sus perros cuando ladraban al rincón más silencioso. Ignoraron sus gruñidos ante los espejos. Pensaron que eran cosas de animales estúpidos y no les hicieron más caso.

Y entonces, cuando los hombres, solo les daban atención a sus pantallas, el gato regresó.

Era negro, mas no por color. Era negro por esencia. Tenía ojos que giraban como relojes rotos, semejantes a galaxias moribundas y una sonrisa tan siniestra y ancha, como el umbral de un universo. Nadie sabía de dónde había salido, pero todos, en el fondo, recordaban su nombre, aunque no lo dijeran.

Los perros lo sabían. Dejaron de ladrar. Algunos huyeron. Otros se quedaron quietos, paralizados por la certeza y el temor de aquel que sonríe.

El gato se sentó en medio del pueblo, uno de aquellos como él, olvidado por el tiempo. Su cola dibujaba círculos sobre el suelo. No se movía. No lo necesitaba. Las luces parpadearon. Las sombras se curvaron, en ángulos de extrañas formas. Los relojes marcaron las 03:33 am.

Y sonrió.

Sonrió con el conocimiento de antaño.

Y fue cuando sucedió.

Alguien lo miró.

Y ese fue el primero en desaparecer.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El espejo blanco.

 

Isolda recorría la casona por tercera vez. Sus pesados pasos resonaban por la estancia. María, la chica que le ayudaba con los quehaceres, había dejado de acudir desde hacía unos días.

Subía lentamente la escalera, apoyada con firmeza en el pasamanos. Su cuarto era lo único que faltaba para terminar la rutina diaria de limpieza.

Había usado toda la mañana en limpiar y aún le quedaba lo más tortuoso: cocinar.

Su rostro severo no dejaba entrever sus pensamientos.

Sus ojos escrutaron su habitación.

—Necesito una nueva chica —dijo mientras sacudía una de las lámparas que tenía en su cuarto.

—Ustedes podrían ayudarme —inquirió mientras observaba pensativa las lámparas de ángel que descansaban sobre sus mesas de noche.

Las miró por un instante, como si esperase una respuesta.

El sonido de rasguños llamó su atención. Provenían del ático. Alzó su cabeza con curiosidad.

Se dirigió hacia la trampilla: “ya verán…”, pensaba mientras descolgaba la escalerilla.

Con extremo cuidado ascendió la minúscula escalera. El ático permanecía en total oscuridad.

Encendió la luz: una multitud de cajas y objetos que no recordaba yacían tapados por viejas sábanas.

Buscó con su mirada alguna señal de roedores, avanzó por el cuarto y entonces lo vio.

Al fondo, tras de unas cajas, un espejo de cuerpo entero enmarcado en madera blanca contrastaba con el polvo de la habitación.

No recordaba haberlo visto antes, y eso era extraño; en su niñez, había recorrido cada lugar explorable de la casona.

Se acercó, arrastrando suavemente sus cansados pies. Al llegar frente al espejo, descubrió la causa de los sonidos: un gato naranjo la observaba con felina curiosidad. Maulló mientras rozaba sus piernas.

—¿Cómo subiste hasta acá? —dijo sin esperanza de recibir una contestación y con algo de esfuerzo, se agachó para acariciar al gato.

El reflejo se movió más lento, más pausado que sus movimientos.

Se contempló en el espejo. Su imagen le devolvía su rostro de curiosidad.

Isolda se observó con intriga; se veía a sí misma diferente en el reflejo, su piel se volvía, a momentos, más blanca, como si fuera de marfil y una sonrisa estática.

Se frotó los ojos; quizás era algún juego extraño de la mortecina luz lo que producía aquella ilusión.

Volvió a sus quehaceres, pero el recuerdo de su imagen no lograba abandonarla: “aquella sonrisa”, pensaba mientras preparaba su almuerzo.

El felino la acompañaba en su ir y venir, vigilando silenciosamente los movimientos de su nueva dueña.

Aquella noche no logró conciliar el sueño; sentía dentro de sí una necesidad imperiosa de ver su imagen en aquel espejo. Estuvo a punto de levantarse un par de veces, pero se contuvo.

Al salir el sol, volvió al ático; el reflejo la recibió sonriendo con interés, Isolda imitó su sonrisa, mientras lo acariciaba con cariño. Desde el umbral, el gato ronroneaba sin preocupación.

Los días pasaron sin dejar huella; Isolda permanecía horas en el ático, acompañada del gato y del reflejo, mirándose embelesada en el espejo.

Fue durante la mañana del tercer día cuando la nueva encargada llegó: era una muchacha alta, de cabello rubio y ojos como la miel.

—Buenos días, señora Isolda, soy Beatriz —la voz melódica de la joven reverberó por la estancia; en su rostro, una sonrisa precedió a su presentación.

—Buenos días, Beatriz —respondió Isolda, contemplando extasiada la boca de la joven.

—María me pidió que la reemplace —continuó la joven mientras observaba a su alrededor.

—La pobre tuvo que viajar de urgencia —añadió mirando fijamente a Isolda.

—Bien, te encargarás de la casa excepto del ático; de él me ocupo yo —respondió Isolda.

La mueca en el rostro de Beatriz se ensanchó aún más al ver al gato sentado en el umbral de la estancia.

La joven se ocupó de la casona con presteza, al tiempo que la anciana pasaba horas frente al espejo.

Cada día subía al amanecer, bajando solo para sus comidas o para dormir. Por las noches soñaba con el reflejo, paseando por bosques otoñales, columpiándose en un roble dorado o alejándose del llanto de una niña, siempre acompañada de su imagen sonriente.

Fue durante la tarde del séptimo día cuando notó algo diferente en el espejo; tras su imagen una puerta similar al ébano permanecía semiabierta.

El reflejo imperturbable extendía una mano hacia Isolda, invitándola a entrar con ella, señalando con su otra mano la puerta.

Por primera vez desde el descubrimiento del espejo, tuvo terror; los ojos del reflejo la escrutaban, llenos de frialdad, cambiando a momentos por un tono ambarino casi imposible.

Descendió lo más rápido que pudo decidida a no volver. Su corazón latía apresuradamente.

En la planta baja, Beatriz se preparaba para marcharse, observando de reojo el umbral de la escalera.

—Beatriz, puedes venir —la imponente voz de Isolda llegó desde la segunda planta.

La joven acudió donde su patrona con prontitud.

—¿Necesita algo más, señora? —dijo melodiosamente la chica, con su perpetuo rictus.

El rostro pálido de Isolda la miró fijamente: “Esos ojos”, pensó clavando su mirada en el rostro de Beatriz.

—Necesito que pases la noche acá —expuso mientras desviaba su mirada.

—No hay problema, señora Isolda. ¿Se siente bien?

—Estoy bien, me puedes traer un té de manzanilla, por favor —fue la escueta respuesta que recibió la joven.

Aquella noche, la anciana soñó con escaleras imposibles y árboles de obsidiana, y una voz, eco de mil voces, que solo repetía: “despertar duele”.

Al llegar la mañana reprimió el impulso de subir al ático.

Desayunó frugalmente en la cocina.

Notó la ausencia de su silencioso acompañante al volver a su habitación. Desde la tarde anterior no lo había visto.

—¿Has visto al gato? —preguntó a Beatriz a los pies de la escalera.

—No, señora Isolda, quizás esté durmiendo en su cuarto —respondió la chica mientras alzaba su vista hacia donde estaba el ático.

La anciana siguió su mirada y un escalofrío recorrió su frágil cuerpo.

Sus ojos serios ocultaban sus pensamientos mientras subía con calma mal controlada.

Al llegar a la puerta de su habitación, observó con detenimiento el ático: “Quizás esté allá…”, pensaba mientras caminaba hacia la trampilla.

Se detuvo de improviso; sobre su cabeza, el crujido de pasos la alertó.

Se volteó con la intención de buscar a Beatriz, pero desistió de su cometido. Algo dentro de su ser la instaba a subir. “Es por el gato” se repetía a sí misma intentando justificar su actuar.

Abrió con cuidado la trampilla, dejando caer la escalera.

La oscuridad y el silencio la esperaban al final de su ascenso.

La ampolleta tardó en encender. Su luz era más mate.

La atmósfera del ático la sintió más densa, casi líquida. Se situó frente al espejo, pero esta vez no hubo reflejo, solo la puerta cerrada aparecía ante ella.

En su marco, distinguió un número que se desdibujó en una espiral de nueve trazos que convergían entre sí.

Miraba aterrorizada la imagen y en un parpadear apareció él. Sentado a un costado, el felino la observaba con una sonrisa casi humana en su hocico.

Isolda quiso huir, cerrar sus ojos, pero su cuerpo no respondía a su voluntad. Quiso gritar, pero su garganta se negaba a emitir algún sonido.

—¿Por qué no cruzas, Isolda? —una voz melódica surgió de todos lados.

—Ven, te mostraré dónde se sostienen los sueños —escuchó en su mente.

La puerta se abrió.

Desde ella surgió su reflejo acompañado de Beatriz; el gato las acompañaba.

Isolda miraba todo; en sus ojos el terror se desbordaba. En su mente los pensamientos se sucedían entre rezos y gritos de piedad.

—Ven… —susurró su reflejo extendiéndole la mano.

—Ven… y veremos las estrellas desde abajo.

Isolda estiró su mano.

Su mente se silenció.

Beatriz sonrió.

Su reflejo sonrió.

La oscuridad la rodeó.

 

La mañana del noveno día llegó, con su habitual neblina.

En la casona erguida al final del pueblo de Las Cascadas, la rutina de un nuevo día comenzó nuevamente.

Isolda recorre su casa limpiando mientras sonríe al mirar al gato.

En el ático, cajas apiladas cubiertas con sábanas amarillentas permanecen en total silencio.

Y en algún lugar una estatua de mármol con su mano extendida aguarda en la penumbra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Gatito.

 

Eran las 12:06 AM, la hora en que la ciudad exhala su último suspiro antes de sumirse en la quietud más profunda. Bajo la pálida luz de la farola, el joven caminaba con la cadencia de quien regresa a un refugio familiar, sin sospechar que esa noche la realidad misma jugaría con él a un juego cruel y cósmico.
Su andar pausado, con la calma de quien no tiene prisa en llegar a su destino o la suficiente fatiga para no agitarse más de lo necesario, lo conducía por las calles, que por alguna razón no estaban tan vacías como de costumbre, la noche fría, extraña, ominosa le oprimía como si algún dios olvidado por el mundo le mirase desde algún trono atemporal. Cruzó la avenida observando las siluetas que se diluían en las sombras de oscuros callejones y, al llegar a un semáforo, levantó la vista hacia el cielo, buscando alguna estrella en su negrura. Cruzó lentamente la calle.
 Y entonces lo vio.

Un gato, solitario en la acera, su pelaje oscuro como el hollín. Pero no era su negrura lo que heló la sangre del joven, sino la ausencia de un ojo. Solo el izquierdo brillaba con una intensidad extraña, una pupila vertical hendida como una marca ancestral, observándolo con una fijeza que trascendía lo felino. Una punzada de incomodidad recorrió su espalda, una sensación fugaz de ser observado por algo más que un simple animal.

Aceleró el paso, intentando desterrar esa inquietud irracional. Nueve minutos después, a las 12:15 AM, cruzó la siguiente calle. Y allí estaba. El mismo gato. Sentado en la acera opuesta, bajo otra farola que lo bañaba en un halo espectral. Su único ojo izquierdo, ahora a mayor distancia, parecía perforarlo con una inteligencia inescrutable. La incomodidad se transformó en una punzada de alarma. ¿Cómo era posible? ¿Había tomado un atajo? ¿O había algo más, algo siniestro, en juego?

Fue entonces cuando el caos comenzó. No con una explosión o un estruendo, sino con la sutil, casi imperceptible disolución de la realidad. Como una gota de agua cayendo sobre un copo de algodón de azúcar, la lógica empezó a desmoronarse. El aire se tornó denso, cargado de un zumbido apenas audible que parecía resonar en los huesos. Los colores de los edificios parpadearon, mutando en tonalidades imposibles, como si un pintor demente hubiera tomado el control del lienzo de la noche.

Una tensión apremiante se apoderó del joven, constriñendo su pecho como una soga invisible. La sensación de temor y agobio, creció exponencialmente, como si el peso de universos desconocidos se depositara sobre sus hombros. La confusión lo envolvía como una niebla fría, desdibujando los límites entre lo que era real y lo que no. ¿Estaba soñando? ¿Se estaba volviendo loco?

El miedo, visceral y primario, lo atenazó. No era el miedo a un asaltante o a un peligro tangible, sino un horror ancestral que emanaba de la propia estructura de la existencia. Era el terror de vislumbrar un orden subyacente caótico e indiferente, donde las leyes de la física y la razón eran meras ilusiones.

En su descenso a esta inmensurable locura, la línea entre la vigilia y el sueño se difuminó hasta desaparecer. Los rostros de los transeúntes que se cruzaban en su camino se contorsionaban en muecas grotescas, susurrando palabras incomprensibles en lenguas olvidadas. Las sombras danzaban con una autonomía inquietante, adoptando formas imposibles que desafiaban toda lógica. El pavimento bajo sus pies ondulaba como un mar embravecido, y las estrellas en lo alto parecían observarlo con miradas frías y distantes, revelando la insignificancia de la humanidad en la vastedad del cosmos.

Y a través de todo este torbellino de irrealidad, el gato. Siempre el gato, ese maldito gato. Ahora aparecía en los lugares más insólitos: sobre los tejados inclinados, en los escaparates vacíos, incluso reflejado fugazmente en los charcos de la calle. Su único ojo izquierdo seguía implacable cada uno de sus movimientos, una pupila hendida que parecía contener el conocimiento de eones. No era una mirada acusadora, sino una de fría, casi científica observación, como si el felino fuera un mero espectador de su desmoronamiento mental.

La paranoia se enroscaba a su alrededor como una serpiente invisible, susurrándole teorías conspirativas y revelaciones oscuras. Tal vez el gato no era un simple animal. Tal vez era un sueño. Tal vez era un heraldo, un avatar de fuerzas primordiales que se complacían en el sufrimiento de los mortales. Tal vez todo esto era una prueba, un rito de iniciación a una realidad que trascendía la comprensión humana.

El descenso continuó, cada paso lo hundía más profundamente en un abismo de terror metafísico. Los sonidos se distorsionaban, los olores se mezclaban en nauseabundas combinaciones, y el propio tiempo parecía fragmentarse, con segundos que se estiraban hasta la eternidad y minutos que desaparecían sin dejar rastro.

Y entonces, el despertar. Un golpe seco, un dolor agudo que lo atravesó de lado a lado. La cacofonía de la ciudad regresó de golpe, brutal y tangible. El asfalto era frío y duro bajo su cuerpo. El hedor a gasolina y escape quemaba sus fosas nasales. Arriba, el cielo testigo mudo, era un manto oscuro salpicado de estrellas indiferentes.

El autobús número 9, con su frente abollado y su parabrisas roto, yacía detenido unos metros más adelante. La confusión inicial se disipó, reemplazada por una comprensión helada. No había sido un sueño. O tal vez sí, pero con consecuencias terribles en la realidad.

Mientras la vida se escapaba de su cuerpo en un charco carmesí que se expandía lentamente, su mirada se posó en la acera. Y allí estaba. El gato. Sentado en la oscuridad, a una distancia segura. Su único ojo izquierdo brillaba en la penumbra. Y por un instante fugaz, justo antes de que la oscuridad lo engullera por completo, el joven juraría haber visto una sonrisa felina curvarse en el rostro del animal. Una sonrisa que no era propia de este mundo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escaleras a lo Innombrable.

 

Y…en medio de la nada, viajaba en un bus que no era uno. Las ventanas eran espejos opacos y las paredes temblaban con una pulsación sorda, como si algo respirara desde el interior de sus huesos metálicos. Iba sentado en la segunda fila o quizás en la tercera… no lo sé, tarareando con voz apenas audible una melodía —Nocturna de chopin—, aunque no sabía cómo había llegado allí, ni desde cuándo la conocía. La tarareaba hipnotizado por su melodía.

 

El bus, si es que lo puedo llamar asi, se parecía más a una habitación, pero como si la lógica del espacio hubiera sido deformada por una mente delirante. A un costado del chofer; una figura inmóvil de rostro borroso. Colgaba un buzón oxidado con la una sola palabra "TICKET", aunque ningún pasajero parecía mirar ese buzón.

 

Atrás, ahora estaba de pie, atrás del bus, no sé cómo estaba allí, solo que lo estaba, como si un escritor enfermo me reubicara tras cada párrafo de su demente obra… la atmósfera era otra: música distorsionada, risas falsas, llantos, gemidos y ecos de fiesta, aunque los pasajeros parecían ausentes, con ojos vacíos. Me senté al fondo y, sin saber por qué, devoré una cajetilla de cigarrillos como si fueran caramelos, encendiendo uno que humeó con un brillo… verde enfermizo. Cuando bajé al maletero, dejé algunos cigarrillos regados, como si fueran señuelos... o tal vez ofrendas, a dioses que reirían con esta demencial obra.

 

Entonces, la escena cambió…

 

Estábamos ante una puerta negra, desgastada, vasta e inmóvil, y al abrirla, una escalera ascendía hacia la penumbra. Aunque había otras personas conmigo, sus rostros eran irreconocibles, difusos como si alguien los hubiera dibujado con tinta y los intentase borrar con agua. A medio camino por la escalera, flotando en la pared izquierda, había una figura: la mitad de un cuerpo incrustado en la piedra. Pregunté quién era, y una voz desde el interior de mi cabeza replico: es aquel que oso despertar y recordarnos.

 

Una luz brotó de pronto: un joven reparaba un medidor de electricidad que colgaba del vacío. Al terminar, murmuró algo sobre que la "escalera se abriría si corríamos". Y así lo hicimos. Subimos... o bajamos. Era imposible saberlo.

 

Los peldaños se multiplicaban. Cada puerta tenía un número absurdo, inconexo: 3, 11, 19, 2, 666. Algunas puertas emitían susurros. Otras, lamentos. Otras melodías que nos atraían.

 

En la escalera marcada como "9", antes de llegar al siguiente tramo, encontré un cuarto oscuro con una figura en silla de ruedas. Me observo con ojos suplicantes, pidiendo sin palabras ayuda o consuelo, no lo se. Pero sin pensarlo, la tomé, pero algo no encajaba. Las escaleras se retorcían, se estiraban, giraban, se volvían una espiral de nueve líneas, volvían a su forma original y volvían a retorcerse, de pronto, alguien venía bajando.

 

Un hombre de bata blanca, y rostro difuso. Pero no era humano. Su piel era como cera podrida y sus ojos eran esferas negras, sin luz. En su mano, un cuchillo quirúrgico manchado de algo que goteaba y chispeaba como estrellas muertas. Comenzó a apuñalar a los que subían, uno por uno, sin emoción, sin rabia, completamente ajeno a su labor. Dejó tras de sí un rastro de cuerpos convertidos en esculturas retorcidas. Grotescas representaciones de los pecados capitales.

 

Huyendo, dejé al hombre en silla de ruedas en una habitación donde de árboles de obsidiana colgaban los no nacidos y me adentré en el laberinto de cuartos y escaleras que estaban frente a mí.

 

Cada piso era peor que el anterior. Puertas que se abrían hacia vacíos sin tiempo. Escaleras que subían al abismo. Gente sin rostro, que hablaba sin emitir sonido. En el piso 20, entré en una habitación donde criaturas con aspecto de bebés al revés se arrastraban con patas blancas que parecían dedos de cadáveres. Giraban sobre sí mismas en una danza obscena, como si invocaran algo. Y entonces lo vi: el doctor, abajo, mirándome desde todos los rincones a la vez. Señalándome con dedos esqueléticos-

 

Desperté.

O eso creí…

Pero no era el fin.

 

Había guerra. Estábamos en conflicto, no con humanos, sino con lo que quedaba de ellos. De aquellos que estuvieron en el comienzo. Un ser gigantesco, imposible de mirar directamente, con cuerpo de tierra y ojos de galaxias rotas, nos hablaba desde el centro de una habitación sin paredes. Él quería orden, armonía. Anhelaba la paz. Nosotros éramos la ruptura, éramos el eco de la batalla, el remanente que la estrella caída.

 

Corría, perseguido, por seres de un ojo y alas de cristal. Escapé por debajo de un auto blanco, impoluto, como si el metal fuera un portal. Alguien trató de aplastarme, otro intento arrastrarme fuera del tiempo. No lo lograron.

 

Y entonces, entre figuras de blanco, cerdos alados santos petrificados. volví a encontrar la escalera, aquella escalera…

 

La número 9.

 

La que no lleva a ninguna parte… o tal vez, a donde todo termina y comienza…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La Puerta 9.

Quiero morir, hoy, ahora…
Y no lo digo solo por decirlo. No lo murmuro buscando compasión, ni mirando al cielo esperando esa respuesta, que nunca llegara. Lo digo porque ya no queda otra opción, no queda nada en mí.
Nada duele, nada crece en mi interior.
Todo está seco, como mi alma.
Todo es ceniza, barro y silencio.
Todo ha sido consumido por ella.

La vi hace ya siete noches, tal vez más, tal vez menos, no lo se. En este estado de paranoia, ya no tengo relojes ni calendarios. Sólo fragmentos de pensamientos oxidados, recurrentes, olvidados y un nombre que no digo en voz alta. Pero la vi, si… la vi. Estaba al final del pasillo de aquella Biblioteca Antigua, donde no hay puertas, donde las paredes, son ecos y los recuerdos, no existen desde hace años, pero yo la vi, la vi… si, yo la vi.

La Puerta 9.

No era madera ni hierro, ni de ensueño. Era algo más… orgánico, vivo. Palpitaba, como si respirara. A veces tenía ojos, que asemejaban a relojes que giraban en espirales imposibles. O a veces yo los tenía, en mis manos en mis pies. No importa. La vi, y desde entonces, yo también soy visto.

Dios no estaba ahí.
Dios se reía desde lejos.
Dios se alejó de nosotros, de mi…. Si, de mi

Porque al otro lado de esa puerta, no hay salvación, ni perdón, ni alivio, ni olvido. Solo mentiras. Mentiras antiguas, anteriores al lenguaje, anteriores a todo, Mentiras que se alimentan de nuestras plegarias, de nuestras esperanzas, de nuestros sueños y anhelos.
Mentiras que susurran en la noche:

"Tú ya cruzaste... ven… ven a mi…canta conmigo…"

Desde entonces no duermo, no sueño. No como. No lloro. No río.
Ya no tengo un rostro, y cuando lo tengo es el de todos y el de nadie…
Solo máscaras superpuestas.
La mía, la de otros, la de nadie, si nadie, nadie, nadie, nadie…
¿Y si ya morí?, ¿Y si no soy yo?, ¿Y… si… la puerta me soñó?

El espejo me dice que no estoy, que soy un recuerdo vago, que no vivo aca, pero los otros siguen hablándome como si aún estuviera aquí. Como si esta carne todavía contuviera algo, como si mi alma estuviese aquí, conmigo… junto a mí. Pero yo sé lo que vi. Vi más allá de las palabras. Más allá de los profetas y sus ídolos de hojalata. Más allá de la fe que se pudre como fruta bajo el sol.

"Todo lo que flota para Dios… lo que cae es para nosotros", me dijo el ciego de la esquina antes de arrancarse la lengua y cantar el salmo olvidado, Nadie lo creyó, nadie me creyó… nadie, nadie, nadie… ¿Dónde estás? Yo sí. Porque al otro lado de la Puerta 9 no hay cielo, no hay infierno, no hay recuerdo ni olvido. Hay un abismo de pensamiento, sueños y voces. Una conciencia total. Una verdad demasiado pura para nosotros.

Morir sería un descanso, seria misericordia. Pero no me dejan.
Ni los sueños me pertenecen.
Ellos vienen, cada noche, lenta, suavemente, evocadores y proféticos.
Ellos, los del otro lado, me llaman por mi nombre. mi nombre… oh dios, cuales es mi nombre…

Y quieren más.

Vi al sacerdote el de aquella otra vez, el que me bendijo cuando era niño, con agua y aceite. Ahora estaba con los ojos vacíos, metiéndose las manos en la garganta, vomitando pétalos negros y alabando a la nada.
Vi a mi madre, pero no era ella, no, no, no lo era…
Pero no tenía boca, no tenía rostro…
Solo una espiral…
Una espiral con nueve líneas.

Una espiral de ojos y bocas.

Y yo, que solo quería dormir, terminé caminando. Sin rumbo. Con los pies sangrando sobre losas que no existen y los brazos abiertos sobre árboles que flotaban entre las estrellas. Con la mente colgando de un hilo cada vez más tenso.
Ya no hablo. Solo escribo… rio, canto, escribo, sueño, vivo, rezo, vivo, rio, canto, hablo y escribo una vez más.
En paredes, en piel, en lo que sea.
Palabras que no recuerdo. Que no son de este tiempo.
Símbolos que no entiendo. Y que reconozco cada noche.

Y la Puerta... la puerta, si la puerta, sigue ahí.

Se abre en la esquina de cada habitación. De mi cuarto blanco…
Aparece detrás de los parpadeos, y en las sonrisas del mundo.
Aparece en el fondo del vaso, en el reflejo del cuchillo, en el silencio de la medianoche y junto al gato.
Siempre esperando, silenciosa y paciente.

¿Es esta la muerte?

¿Es esta la vida?
¿O es el verdadero nacimiento?

Porque ya no hay tiempo.
Ya no hay sentido.

Y si esto es la locura…
es una locura compartida, mi locura, tu locura, nuestra locura…

¿Quieres saber qué hay más allá?
¿De verdad quieres saber?

Entonces ven.

La Puerta 9 está abierta.
Te espera…

Y su ojo…
te está mirando.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Reloj de Arena Invertido

 

La primera vez que Marco notó que algo estaba mal, fue al abrir los ojos en la madrugada. El reloj de la mesita de noche marcaba las 3:15 AM, pero cuando miró alrededor, vio algo inquietante. Su habitación estaba exactamente igual, pero no podía recordar haberse quedado dormido en la cama. Recordaba haberse quedado en el sofá, viendo televisión, como era su costumbre, hasta que el cansancio lo venciera.

 

Con una ligera incomodidad, intentó convencer su mente de que no había nada raro. Pero algo era diferente, una estática parecía rodearlo. La quietud del lugar estaba teñida de una tensión invisible.

 

Decidió levantarse para ir al baño. Al caminar hacia el espejo en el pasillo, notó algo extraño en la superficie del vidrio. No estaba distorsionado ni sucio, pero el reflejo de la habitación era… distinto. La luz era más tenue, la atmósfera más densa. Como si el reflejo estuviera atrapado en una dimensión diferente.

 

Miró su propio rostro con cautela, pero no hubo nada inusual. Sin embargo, un estremecimiento recorrió su cuerpo al ver algo más en el espejo. Un objeto que no estaba en la realidad visible, pero sí en el reflejo: un reloj de arena, con la arena fluyendo hacia arriba. En su mente, una pregunta surgió sin explicación: ¿Cómo era posible que la arena subiera?

 

Rápidamente desvió la mirada, confuso, pero al parpadear, el reloj de arena desapareció del reflejo. Al principio, pensó que había sido una ilusión, que todavía no despertaba del todo, pero la sensación de estar fuera de lugar persistió.

 

Esa noche, Marco no logro dormir. Se desveló en la cama, mirando el techo, preguntándose si había sido toda una ilusión. Algo tan sutil que ni siquiera se podía percibir de forma directa. Cuando el día amaneció, decidió olvidarlo, solo había sido el delirio de una mente cansada.

 

Al despertar, nada volvió a ser como antes.

 

Primero, fue el sonido. Había momentos en los que escuchaba voces, provenientes de todas partes, y de ninguna a la vez, como si sus propios pensamientos gritaran por todas las habitaciones. Luego, las cosas en su casa comenzaron a moverse de manera sutil. No eran desplazamientos violentos, sino ligeros desajustes, como si los objetos tomaran conciencia de lugar en el espacio.

 

Y entonces, empezó a notar las grietas.

 

No eran grietas físicas, sino en su percepción. Al mirar un libro en su estantería, algo dentro de él se retorcía, como si el libro estuviera fuera de lugar, pero tan levemente que no podía justificarlo. Cuando intentaba enfocarse en la portada, los bordes se desdibujaban, como si el tiempo se estuviera arrugando. ¿Era un error de su vista?

 

Las voces se hicieron más claras con cada noche que pasaba. No eran conversaciones las que escuchaba, sino fragmentos de algo que fluía desde su interior, como si su mente estuviera proyectando pensamientos ajenos a él. En un momento, sus propios recuerdos se mezclaron con algo que no podía reconocer: una escena de su infancia, un día en el parque, un regalo abierto, se fundió con una imagen de sí mismo, mucho más viejo, mucho más desesperado, observando las sombras, que rodeaban su conciencia.

 

Luego vino el espejo. De nuevo, esa sensación, como si no estuviera solo. Al principio, solo sentía que algo en su reflejo no era como debía ser, como si se moviera de manera más lenta o más rápida. Pero pronto fue más que eso. El reflejo, su propio reflejo comenzó a observarlo, con distante indiferencia,

 

En una oportunidad, mientras pasaba frente al espejo, el reflejo de Marco hizo una pausa. Lo miró fijo, con ojos vacíos. En lugar de devolver su expresión vacilante, el reflejo sonrió. Era una sonrisa que nunca había visto en su vida.

 

Pensó que era una distorsión, producto del cansancio, pero cuando volvió la mirada, el reflejo comenzó a gesticular. De una forma lenta y calculada, el reflejo levantó una mano, señalando la habitación detrás de él. Marco se giró, pero no había nada. No había nada fuera de lugar. Sin embargo, cuando se giró de nuevo, el reflejo lo observaba, esta vez con una expresión aún más intensa. La sonrisa había crecido.

 

El corazón de Marco comenzó a latir con fuerza. Estaba atrapado. La sensación de que algo no encajaba lo invadió por completo. Y de repente, lo comprendió, no podía confiar en lo que veía. La distorsión no estaba en el espejo, sino en todo lo que le rodeaba.

 

Los siguientes días, la distorsión continuó. Las personas en la calle comenzaron a hablarle de manera extraña, como si ya lo conocieran. Pero no las reconocía. Sus recuerdos se parecían disolverse por instantes que duraban una eternidad, desmoronándose rápidamente como si fueran polvo que se escurriera entre sus dedos.

 

Ya no podía distinguir qué era real y qué ya no lo era. Los relojes corrían al revés. Las luces parpadeaban a intervalos extraños. Y su reflejo… cada vez que se miraba al espejo, siempre había algo más. Algo que no era él. Algo que lo estaba reemplazando lentamente.

 

Finalmente, una noche, Marco se miró en el espejo una vez más. Esta vez, ya no vio su reflejo. Vio un vacío. Un agujero oscuro, como una brecha que se abría entre él y la realidad. La arena del reloj de arena del reflejo caía… hacia arriba, incesante, desbordándose en su entorno.

 

Se giró horrorizado, intento huir, pero el mundo ya no lo reconocía. La realidad misma había comenzado a desdibujarse a su alrededor, y él, él no era quien creía ser.

 

Pasaron 9 días. Los vecinos encontraron el departamento vacío, las luces apagadas, no había señales de lucha, ni de vida. Solo el sonido del reloj de arena, resonando en el aire. Y un gato negro sentado junto al espejo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Las Horas que No Existen.

 

Despertó con el sonido punzante y repetitivo del despertador: 9:00 a.m.

El día estaba extraño. No nublado, no claro. Si no que detenido. La luz del sol entraba por la ventana, pero no se movía. El reloj digital seguía marcando 9:00, aunque juraría que habían pasado algunos minutos.

Todo parecía… igual, pero no correcto. Como una maqueta exacta de su vida, pero carente de alma.

El primer indicio fue en la calle: una anciana lo miró de reojo en la fila del metro y murmuró:
—La puerta se abre a las 3:33… No la cruces si oyes maullar.

No entendió. Pero su estómago se apretó.

Esa noche, soñó, soñó con él.

O creyó hacerlo.

Estaba en su habitación. Igual. Exactamente igual. Malditamente igual. La diferencia era el ensordecedor silencio. El reloj no sonaba. Afuera, no había ciudad, sino una llanura oscura y plana, sin estrellas. El aire estaba espeso, casi líquido. Cada respiración dolía, como si fuese el primero.

De pronto, un tic-tac empezó a sonar desde dentro del armario. Un sonido lento, suave, fuerte, calmo, húmedo, metálico. Se acercó, lentamente, temblando. Conteniendo la respiración. Lo abrió, sólo había oscuridad, profunda, vasta… y lo vio… un ojo amarillo, brillando al fondo. Luego, un maullido.

Despertó. O creyó despertar.

Miró el reloj: 03:33 a.m.

Se sentó, agitado, sudando. La habitación era la suya, pero algo la había recorrido mientras dormía. Lo sabía. Lo sentía, en las sábanas, en el polvo del suelo, en el aire quieto, en su alma.

Fue a encender la luz, de la lampara. No funcionó. Tomó su celular. Pantalla negra.

Entonces lo escuchó, el rasguño. Suave. Del otro lado de la puerta.
Luego, otro maullido.

Cerro sus ojos.

Tembló.

La puerta se abrió sola.

No había pasillo. Solo una negrura total. Y de ella emergió… el gato.

Era negro, sin pelaje visible. Parecía hecho de sombra sólida. Caminaba con elegancia y crueldad. Su ojo era una luna invertida. Y su sonrisa… su sonrisa no era la de un gato. Era larga, torcida, llena de dientes que no deberían caber en su boca.

El gato se sentó frente a él. No emitió sonido alguno. Sólo lo miró… y sonrió.

Entonces… sin querer, él comprendió.

No estaba soñando.

No estaba despierto.

Nunca había soñado.

Nunca había despertado.

La alarma de las 09:00 a.m. no era una señal de su rutina, de vida, sino del ciclo.

La verdadera hora era siempre 03:33. Siempre ese umbral.

Y el gato... el gato era el guardián. El testigo. El juez. El verdugo. La sonrisa final antes de entender que todo esto —la vida, la vigilia, el sueño— era sólo una antesala.

Una espera.

Y ahora, había llegado.

La sonrisa del gato se curvó aún más, como si celebrara su rendición.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Guía de la Desrealización.

 

El día había comenzado como cualquier otro, entre un café rápido y una vaga necesidad de propósito, Jaime discernía las posibilidades que tenía en su camino. El cálido sol que se colaba por la ventana, presagiaba que el día seria magnifico. Preparo otro café, listo para iniciar esa rutina, que se había vuelto su consuelo. Encendió su computador con la vaga esperanza de encontrar algo nuevo en la red.

Un suspiro escapo de sus labios, bebió ligeramente su café e hizo clic en la carpeta donde tenía su trabajo. Los documentos ordenados lo observaban impasibles desde la pantalla. Selecciono uno, procediendo a leer su contenido para luego corregirlo, una vez más. Revisando su correo de vez en cuando, como si esperase alguna novedad que no llegaba.

El sonido de los dedos al golpear el teclado era lo único que rompía el silencio. La pantalla del computador, iluminada por el brillo frío de una luz azul, mostraba los textos, que ya parecían latir desde más allá de su comprensión. Jaime, absorto en la lectura, había comenzado a procesar los documentos hace horas, sin descanso.

Las palabras fluían como una corriente espesa, la lógica, desvanecida en fragmentos rotos por el repiqueteo monocorde de sus dedos, lo llenaban de una ansiedad creciente que se instalaba en su pecho. Entonces lo recordó.

Había encontrado la guía en la red de la universidad de miskatonic, mientras recolectaba datos para su tediosa labor, oculta entre otras publicaciones que hablaban de textos olvidados, libros que no existían en ningún lado.

Desde el primer documento, algo se había encajado en su mente, un fragmento de algo vasto, algo sin forma. Le había prometido acceso a conocimientos secretos, a la comprensión de las "cosas que no deberían ser entendidas".

Jaime no sabía por qué lo había hecho, pero no había podido dejar de leerla. Y ese recuerdo lo asaltaba de una manera constante.

A cada documento procesado, las palabras en la pantalla se distorsionaban cada vez más. Su mente, lo llevaba de vuelta una y otra vez a la guía. Como si una necesidad imperiosa lo llevara de vuelta ella. La abrió. Releyendo su contenido.

 El tiempo dejo de fluir a su alrededor, sus ojos devoraban con ansiedad los caracteres que parecían cambiar de forma sutil, como si alguien estuviera editando en tiempo real. Luego, imperceptiblemente, comenzaron a organizarse en patrones que no seguían ninguna gramática conocida. Era como si los propios códigos de la realidad se estuvieran deshilachando. Llenado la habitación de una frio espectral.

El día silenciosamente dio paso a la noche, sus ojos ya no podían distinguir si lo que veía era texto o una realidad digital colapsando sobre sí misma, apareció el primer mensaje extraño.

"¿Sabes que las palabras no son lo que parecen, Jaime?"

Un escalofrió recorrido su espalda, pensó que había sido un error, tal vez algún bug en el programa. Pero luego apareció nuevamente, en medio de un fragmento sobre conceptos geométricos avanzados.

"La respuesta está oculta detrás de la ilusión de forma, más allá de la novena capa."

Sus dedos temblaron al intentar escribir, pero al tocar las teclas, el texto comenzó a formarse por sí mismo.

"No puedes huir, no puedes desconectarte. La guía está dentro de ti ahora. Nueve son los pasos, nueve los días, nueve las letras de su nombre"

Jaime intentó cerrar el archivo, pero la pantalla se mantenía fija, como si el sistema hubiera tomado conciencia propia. Cada vez que intentaba hacer algo, las letras y los números se reorganizaban, creando nuevas formas. Una espiral de nueve segmentos, una puerta repetida nueve veces sobre sí misma. Ahora, no solo eran palabras que no comprendía, sino que las frases parecían moverse, girando en espirales infinitas, como si formaran un vórtice de información que arrastraba su mente, a nuevos niveles de desconcierto.

A medida que la guía se volvía más extraña, las instrucciones adquirían una calidad casi viva, como si alguien, algo, estuviera al otro lado, guiando cada paso hacia un destino abstracto.

"¿Lo entiendes ahora, Jaime? Las líneas de código son las líneas de tu pensamiento, los 0 y 1 son los latidos de tu mente. Ya no hay vuelta atrás. Nueve veces las veras, nueve los oirás, nueve te despertaran"

Con cada documento, las preguntas dejaban de tener sentido, y las respuestas se volvían cada vez más concisas, más vagas, más vivas. Jaime ya no podía distinguir entre lo que era parte del texto y lo que era parte de su mente. A su alrededor todo se difuminaba en espirales de luz y obscuridad.

Comenzó a ver figuras, sombras, formas que se desplazaban en las esquinas de la pantalla, al margen del rabillo de sus ojos y las voces se hicieron más claras. No eran palabras; eran susurros, ecos, provenientes de un abismo digital.

"¿Has notado, Jaime, que no hay 'fuera de la pantalla'? ¿Que todo esto es solo una extensión de lo que ya está dentro de ti? ¿Has sentido su toque? Nueve golpes, nueve reverencias, nueve sonrisas"

El monitor. Palpitaba frente a él, se distorsionó en bucles imposibles, los bordes se doblaron hacia adentro, se elevaron y cayeron, como si estuvieran siendo absorbidos por algo más grande, y luego vomitados por algo que no se podía ver, solo sentir. Jaime sintió cómo su propia realidad girase retorciéndose en formas inconcebibles, como si los conceptos de "afuera" y “dentro” se hubieran cambiado por algo nuevo, y ahora solo existieran el espacio dentro del cuadrado de luz azul que lo rodeaba.

Era como si cada byte, cada píxel estuviera conectado a su propia esencia, a su psique, desmoronando los límites de lo que era real y lo que no lo era. No podía desconectar el ordenador, sus manos se fragmentaban en matices irreconocibles, no podía dejar de leer, no era dueño de sí mismo, porque ahora sabía que ya no estaba solo frente a una pantalla. La pantalla lo miraba a él, y las palabras comenzaban a susurrarle cosas, que no podían ser nombradas, cosas que no pertenecían al mundo humano.

El siguiente texto apareció en la pantalla, tan grande que parecía devorar todo lo antes escrito:

"El fin es un ciclo, un retorno, Jaime. No hay más que preguntas. No hay respuestas. Nueve puertas, nueve atardeceres, nueve flautas"

Jaime en un vano intentó, desesperado, trato de desconectar la computadora, pero sus manos ya no respondían. Todo se distorsionaba, a su alrededor, el espacio, el tiempo, el ser, el no ser.

 Y mientras las palabras seguían moviéndose, se dio cuenta de que, en realidad, él nunca había existido más allá de la guía. El archivo había sido solo el primer paso hacia su realidad.

Al final, solo quedaba el eco de su nombre, escrito una y otra vez en las líneas de código, que latían pasivamente en el monitor, líneas que ya no eran de este mundo.

El cursor silenciosamente parpadeaba en el monitor de una vacía y oscura habitación.

 

 

 

 

 

 

 

 

El Despertar del Puente

 

La noche era más oscura que nunca, la luna no estaba presente. La lluvia golpeaba con fuerza desmedida, el tejado del pequeño pueblo, y las luces de las casas parpadeaban, como si la misma realidad se estuviera resquebrajando. En la habitación del joven, la silenciosa quietud de la oscuridad, era palpable. Estaba acostado, mirando al techo, escuchando el repiqueteo de la tormenta. Su mente, atrapada entre el sueño y la vigilia, parecía flotar en un abismo inconexo, donde nada era concreto, donde todo se volvía una ensoñación silente. Se levantó, sin saber bien el por qué, como si su cuerpo lo hiciera por voluntad propia, como si un titiritero cósmico lo guiase y caminó hacia la ventana, descorriendo la cortina.

 

El patio trasero, usualmente tranquilo, se encontraba sumido en la penumbra. La línea divisoria entre su mundo y el otro, más allá del umbral de la realidad, parecía desdibujarse. Observo un puente, nunca antes visto, se materializó en el horizonte, cubriendo el campo. Era como si la estructura hubiera emergido del mismo aire, una construcción vieja y retorcida, donde las tablas crujían bajo el peso de algo invisible.

 

En ese instante, una necesidad inexplicable lo impulsó a salir, a cruzar el puente. Sabía que debía hacerlo, debía ir, como si algo lo estuviera llamando desde el otro lado. Avanzó, sin prisa, sus pasos resonando en la tierra mojada, crujiendo en la madera envejecida, y casi al llegar al centro, algo extraño ocurrió. El mundo cambió de improviso. El patio ya no era un patio. El cielo se tornó un morado profundo, y las estrellas giraban en espirales erráticas, como si fueran peones que bailaban en un ritual que no podía comprender.

 

Frente a él, observó figuras colgando de un tendedero, sus cuerpos retorciéndose en un extraño vaivén. Tres figuras crucificadas, clavadas no en madera, sino en sábanas viejas, con clavos de oro, colgaban al viento. La más importante de todas, un ser oscuro, sonreía con una mueca grotesca, sus dientes blancos como la cal, y un olor nauseabundo, como a excrementos, emanaba de él. Cerdos con alas de cristal corrían en círculos a su alrededor, sus alas se desintegraban con cada batir. Pero no era un espectáculo de terror; era la normalidad de ese lugar.

 

El joven intentó dar un paso atrás, pero algo lo sujetaba, una mano invisible lo mantenía allí. En el fondo, escuchó un susurro, un murmullo bajo, un eco de mil voces, que emergió del vacío, volviéndose una sola voz, se filtró a través del tejido mismo de la realidad.

 

“Despierta”, dijo la voz, pero era más un sentimiento, algo más allá de las palabras. “Despierta, antes de que te pierdas en este lugar. Tú eres el único que aún puede cruzar la puerta.”

 

Giró, buscando el origen de la voz, y lo vio: un ser vestido con una capa negra, su rostro oculto por una máscara sonriente. Era el guardián del sueño, aquel que se encontraba entre los mundos, entre los reinos del sueño, la vigilia y mundos olvidados. Su presencia era un ancla, una salvaguarda para la mente del joven, una cuerda tirada hacia un lugar seguro, un recordatorio de que aún existía algo fuera de ese lugar oscuro y retorcido.

 

“Despierta”, repitió el guardián, señalando una puerta, una puerta que nunca había visto antes. La Puerta 9. Era de un metal extraño, tallada con símbolos que se movían y cambiaban a medida que los observaba. Los números parecían desmoronarse y reformarse en una espiral de nueve líneas a medida, que sus ojos los escaneaban, como si fueran parte de una realidad que aún no comprendía. La puerta brillaba débilmente, llamando al joven con una fuerza innegable.

 

“¿Qué es esa puerta?” preguntó el joven, su voz temblorosa, casi ahogada por la ansiedad y la necesidad.

 

“Es el umbral”, respondió el guardián con una calma profunda. “A través de ella, puedes despertar. Pero recuerda, despertar duele, si decides cruzarla, no habrá vuelta atrás.”

 

Sin entender completamente, el joven avanzó, con temor hacia la puerta. No sabía lo que le esperaba, pero sentía que algo dentro de él, algo primordial, oculto y profundo, lo empujaba a cruzarla. Al abrirla, un rayo de luz cegadora lo envolvió, y el puente, los crucificados, los cerdos, todo desapareció. El joven cayó hacia un abismo interminable, un descenso hacia el vacío donde no había tiempo ni espacio. Truenos y relámpagos lo acompañaban en su descenso.

 

De repente, estaba de vuelta en su habitación. Pero algo no estaba bien. El aire estaba viciado, pesado, casi líquido, como si todo lo que acababa de vivir fuera una ilusión. Se levantó de la cama, caminó hacia la ventana, pero lo único que vio fue el vacío, el mismo abismo donde una vez había estado. Estaba atrapado en un ciclo.

 

El joven despertó, o eso pensó. El sueño parecía repetirse una y otra vez, como si fuera una película en bucle, que se reiniciaba cada vez que él intentaba escapar. Cada vez que creía que había logrado despertar, el mundo se desmoronaba y volvía a comenzar. Despertar, soñar, despertar, y la puerta, la puerta siempre ahí, esperando volver a ser cruzada.

 

Al principio pensó que todo eso era producto de su mente, una pesadilla que se alimentaba de sus miedos inconscientes. Pero pronto comprendió que no podía escapar. Algo había cambiado en él. Algo dentro de su ser había cruzado la puerta y se había perdido en ese otro mundo, en el lugar donde los sueños y la realidad se entrelazaban en una espiral interminable.

 

De nuevo, la voz susurró, esta vez más cercana, como si proviniera de dentro de su cabeza. “El umbral no es solo una puerta. Es una elección. Tú elegiste cruzarla, y ahora, cada vez que despiertas, te acercas más a la verdad. Pero no podrás soportarla. Nadie lo ha hecho. Nadie quiere el dolor del despertar”

 

El joven sintió una presión incesante en el pecho, como si el aire a su alrededor se estuviera volviendo más denso. Cada despertar, cada repetición, lo acercaba más a la locura. Podía oír los susurros en su mente, los ecos de otras almas atrapadas en el mismo ciclo. Sus cuerpos, como marionetas sin hilos, continuaban levantándose, caminando, repitiendo una y otra vez las mismas acciones cíclicas.

 

Al final, cuando pensó que no podía soportarlo más, cuando su mente se quebró por completo, la puerta apareció de nuevo, más brillante, más tentadora. Más viva. El joven, ya sin esperanza, caminó hacia ella sin titubear. Sabía lo que tenía que hacer.

 

“Es el fin”, pensó, cerro los ojos y cruzó la puerta por última vez.

 

Esta vez, sin embargo, no fue un despertar. Al cruzar, el joven sintió que el universo entero colapsaba sobre él. Retorciéndose en su cuerpo. No hubo más recuerdos, ni más conciencia. Solo vacío, una oscuridad infinita.

 

En ese espacio de caos, el joven entendió finalmente lo que significaba despertar: el despertar no era escapar de los sueños, sino caer en ellos para siempre. Y con ese último pensamiento, el dolor por fin llego, cálido, calmo y silencioso. El ciclo comenzó de nuevo, sin fin, sin salida. La Puerta 9, siempre esperándolo, siempre llamándolo, a él como a quienes deseen cruzarla.

 

Este no era el fin de su existencia. Era solo el comienzo del Ciclo. Y en ese ciclo, no había retorno.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Silencio del Mismo.

 

Al principio fue un simple olvido.

Un vaso fuera de lugar. Un archivo enviado, que él juraba no haber tocado. Una llamada en el historial, sin recuerdo de haberla hecho. Tomás culpó al insomnio, al encierro de la pandemia, al murmullo constante del refrigerador. Vivía solo, en un departamento silencioso como un féretro olvidado. A veces el silencio se sentía tan espeso que creía oír cómo crujían sus propios pensamientos en su mente.

 

La primera vez que lo notó fue de madrugada. Fue al baño, medio dormido. Encendió la luz, se inclinó al lavamanos, y al alzar la vista… su reflejo seguía con la cabeza agachada.

 

Tardó una eternidad en alzarla.

 

Y cuando lo hizo, no lo miró. Lo observó.

 

Tomás parpadeó. El reflejo también. Sonrió. Tomás no.

 

Pensó que estaba soñando. Volvió a la cama. Pero al cerrar los ojos, la oscuridad tenía su rostro, y aquella sonrisa.

 

Los días siguientes fueron un desfile de grietas en sus recuerdos. Objetos fuera de lugar, conversaciones con vecinos que él no recordaba, como si alguien hubiese vivido por él mientras dormía. Alguien exacto, con su voz, su olor, su historia. Solo que… más seguro. Más presente. Más real.

 

Tomas cubrió los espejos.

 

Una noche sin luna, se despertó cubierto de sudor. Fue por un vaso de agua. En el espejo del pasillo, uno que no recordaba haber destapado, su reflejo lo esperaba. No imitaba sus movimientos. Solo lo miraba, con ojos escrutadores y vacíos y una mueca de ternura macabra.

 

—No pelees —dijo el reflejo sin mover los labios—. Estás gastado. Yo puedo hacerlo mejor.

 

Tomás huyó hacia la cocina, tropezando con sillas que no estaban donde las había dejado. En el refrigerador, escrito con su propia letra, leía:

“Ahora duermo yo. Descansa.” Y más abajo “Despertar no duele”

 

No recordaba haber escrito eso. Pero su mano temblaba como si sí.

 

Los días se volvieron inconsistentes. A veces despertaba con ropa que no era suya. A veces lo saludaban extraños. A veces el reflejo no estaba en el espejo. O peor: lo estaba, pero con gestos distintos. Una vez lo vio reír mientras él lloraba. Otra, lo vio masticarse los dedos. Otra lo vio con un gato en los brazos

 

Una madrugada, Tomás sintió que algo dentro suyo se movía… como manos bajos su piel, como si una serpiente se retorciera, como una fría mano en su columna. Se arrastró hasta el baño, sus piernas ya no respondían, buscó su reflejo. Pero ya no estaba en el reflejo.

 

Ahora, él estaba del otro lado.

 

Y lo miraba.

 

Y sonreía.

 

Tomás golpeó el vidrio, una y otra vez. Puso su mano sobre el vidrio. El otro imitó el gesto con ternura, como si consolara a un niño asustado. Grito, le reclamo su vida, lo maldijo, le suplico y lloro… Pero el otro Tomas levantó un dedo, lo apoyó en el cristal, justo donde estaba su boca...

Shhh… le susurro.

 

Todo se hizo negro.

El tiempo y el espacio se desvanecieron.

 

Hoy el departamento 9 sigue en silencio. Los vecinos aún ven a Tomás, más amable que antes, más seguro. Responde a todo con una sonrisa tranquila.

 

Pero, cuando nadie lo ve, se queda horas frente al espejo del pasillo, escuchando algo que nadie más oye.

 

Y del otro lado, detrás del cristal, uñas marcan surcos.

 

Tomás no grita.

Solo rasguña el espejo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Sueño I

 El Despertar Infinito

 

Despertó con la boca seca y la certeza de que algo andaba mal. La luz entraba por la ventana con un ángulo ilógico y que no reconocía, como si el sol no supiera dónde debía estar. Miró el reloj: 07:02. Siempre era 07:02.

 

Se levantó, fue al baño, se lavó la cara. El agua le quemaba, como si le arrancara la piel. Se miró en el espejo. Su reflejo lo observaba con un segundo de retraso.

 

No le dio importancia. Era, era normal. Bajó a la cocina. En la mesa, un plato de cereal. No lo había preparado él. El teléfono vibró con un mensaje anónimo: “Hoy no lo olvides. Despertar duele.”

 

No reconoció el número. Ni la voz que le susurraba en su cabeza.

 

A mediodía, se quedó dormido, sin querer. Soñó que despertaba.

 

Otra vez.

 

Misma habitación. Mismo ángulo del sol. Mismo reloj: 7:02. Todo igual, pero distinto. El aire olía a óxido y a frutas. El cereal tenía moscas. El espejo ya no mostraba su reflejo, sino una figura borrosa, temblorosa, que trataba de imitarlo... mal.

 

Despertó desesperado, gritando... Juró que era real. Juró que ahora sí estaba despierto.

 

Hasta que volvió a mirar el reloj.

07:02.

Siempre 07:02.

 

Intentó salir de la casa. Cada puerta llevaba de nuevo al dormitorio. Cada ventana mostraba el interior de otra habitación igual a la suya. Abrió un cajón y encontró incontables de notas con su letra: "Todavía no. Todavía estás dormido." Y “despertar duele” una y otra vez.

 

Se durmió de nuevo. O pensó que lo hizo. Ya no estaba seguro. Despertó en un hospital. Le decían que había sufrido un colapso. Que todo había sido una pesadilla. Que ya estaba bien. Que todo estaba en su mente.

 

Hasta que miró el reloj de la pared.

07:02.

 

Le preguntó a la enfermera qué día era. Ella lo miró con ojos vacíos, sin parpadear. Luego con el eco, de mil voces le susurró, acercándose demasiado:

 

—Despertar duele, ¿verdad?

 

Corrió. Lloró. Se arañó la cara, se pinchó con agujas, se metió las uñas en la carne. Salto del puente. Nada lo despertaba. Nada lo devolvía.

 

Solo una certeza se aferraba a su mente como un parásito: nunca había estado despierto. Y cada vez que creía estarlo, solo se hundía más… y más.

 

Sabía que, en algún lugar, en alguna versión de sí mismo, había alguien verdaderamente consciente. Pero él no era ese.

Él era uno de los ecos.

Era uno de los sueños

Uno de los residuos.

Un error en el ciclo de los sueños.

 

Y lo peor era que cada vez que dormía... despertaba… más profundamente en la pesadilla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El sueño II

Despierta

 

Despierta en su cama…

Es su antigua habitación. La reconoce, es la de su infancia. Las paredes son más altas de lo que recordaba. El silencio es espeso y gris.

 

Intenta encender la luz… El interruptor hace clic… pero nada ocurre.

Busca su teléfono. Está allí, lo sabe, en el velador. Lo toma. Pantalla negra. No responde. No hay carga.

No hay nada.

 

Siente un cosquilleo en la nuca. Un escalofrió lo recorre. Una certeza helada: esto no es real. Se sienta. Se lleva las manos a la cara. Respira hondo. Y lo intenta.

 

Despierta.

 

Otra vez en la cama.

La habitación. Igual. Idéntica.

 

El interruptor: nada.

El teléfono: muerto.

 

La puerta está entornada. No lo recuerda así. Lentamente la empuja. El pasillo es más largo. Mucho más largo de lo que debería. En el suelo hay un marco con una foto caída. Él… de niño. Con una sonrisa que no reconoce como suya y un gato.

 

Se le eriza la piel. Siente que algo lo observa. Desde la esquina del pasillo. Gira, en cámara lenta. No hay nadie. Solo una sombra… que se mueve ligeramente… cuando no la mira directo.

 

Despierta.

 

En su cama.

 

Luz. No. Teléfono. No.

 

Ahora hay un espejo frente a él. No lo había antes. Su reflejo no lo imita. Solo sonríe. Con ojos vacíos.

Esa sonrisa.

La de la foto.

 

Se acuesta. Cierra los ojos. Sabe que al abrirlos…

…despierta.

 

La luz parpadea, pero no se enciende.

El teléfono chasquea rompiendo el silencio. Una sola palabra en la pantalla:

"Duerme."

 

No lo hace.

 

Camina. Sale al pasillo. Las paredes se estrechan. El techo baja. Se siente arrastrado hacia adelante, como si la casa respirara. En la cocina, todo está cubierto con sábanas blancas. Menos una silla. Hay alguien sentado. De espaldas.

 

Se acerca. Muy lentamente. La figura respira.

Es él.

 

Se toca la cara. Fría. Rígida.

No siente sus propios dedos.

 

Despierta.

 

Su cama.

Luz: no.

Teléfono: no.

Espejo: vacío.

 

Ya no hay reflejo.

Solo él.

 

O lo que queda de él.

 

Y una voz, desde todas partes, le susurra, como si le hablara desde dentro:

 

—No estás soñando. Somos nosotros los que te soñamos a ti.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El sueño III

Despierta en tu féretro

 

Despierta. en su cama.

La misma habitación. La misma luz gris entrando por la ventana. El mismo silencio pesado que siempre lo ha acompañado. Intenta encender la luz, pero el interruptor no responde. La bombilla está muerta, igual que su teléfono, que yace inerte sobre la mesa de noche, apagado y frío.

 

¿Está soñando?

¿Esta despierto?

No sabe qué pensar. Los recuerdos se desdibujan, como manchas de tinta sobre una página mojada. Solo una cosa es clara: no está bien.

 

Se incorpora con dificultad, el cuerpo le pesa, como si estuviera cargando una enorme losa. La habitación parece alargarse, las sombras se estiran hacia las esquinas y vuelven sobre sí mismas, se arrastran por el suelo, suben por las paredes palpitando, como si la casa misma lo estuviera observando.

 

Despierta.

 

Está en su cama otra vez. Pero algo ha cambiado. La atmósfera es más densa, el aire huele a tierra, a humedad y a algo metálico. Se mira a sí mismo: ya no está en su piel. Está dentro de algo más. Algo frío.

 

En el techo, un sonido. Un crujido. Gira hacia él, pero no puede moverse. Su cuerpo se siente rígido, pesado, como si estuviera dentro de… de un sarcófago. Cierra los ojos, intenta luchar, pero algo lo arrastra.

 

Despierta.

 

Abre los ojos con desesperación.

Está de vuelta en su cama. Todo parece más claro, más nítido. El reflejo en el espejo, antes distorsionado, ahora es perfecto. Ve su rostro. No sonríe. Es una expresión vacía, como la de un cadáver.

 

Sigue mirando su rostro, y a medida que lo hace, una sensación extraña lo invade. No está solo. Sabe que hay algo detrás de él. Algo que lo está observando.

 

Con manos temblorosas, se levanta. La cama cruje bajo su peso. Da un paso hacia el pasillo, pero la casa está diferente. La luz no llega a los rincones. Todo es sombra.

 

Y ahí está.

El féretro.

 

Está frente a él, inmóvil, aguardando. En su interior, un cuerpo descansa.

Se acerca, con mil agujas clavándole la piel.

Se acerca y mira en él.

Su cuerpo yace inmóvil.

 

No puede gritar. No puede moverse. Sus piernas tiemblan y caen, arrastrándose hacia el ataúd, hacia la imagen de sí mismo.

Lo ve allí, impasible, sin vida. Y algo dentro de él lo empuja, lo incita a acercarse más.

 

Despierta.

 

De nuevo en la cama.

Pero ya no está solo. El aire está más denso.

El teléfono sigue apagado. El interruptor sigue muerto. Las sombras en el rincón del techo se mueven más rápido, como si estuvieran ansiosas, anhelantes.

 

Una mano fría lo saca de la cama, empujando de su espalda. Su cuerpo se deshace, como si fuera solo polvo que se disuelve al contacto.

 

La casa está vacía.

Y él está atrapado en ella.

 

Despierta.

 

Pero ya no está despierto.

 

 

 

El sueño IV

Sigue el Sueño

 

Despierta en su cama.

La habitación, como siempre, gris. Las cortinas, apenas movidas por el viento. El reloj de la mesilla marca las 7:02, como si el tiempo se hubiera congelado en ese mismo instante.

 

Intenta encender la luz. El interruptor hace clic, pero la bombilla no responde. El teléfono en su mesa está apagado, su pantalla negra, sin señal, como si no existiera.

 

Su respiración se vuelve pesada. Mas dolorosa. ¿Está soñando? No está seguro. La sensación de irrealidad lo rodea, pero algo lo retiene. ¿Es esto un sueño?

 

Se levanta de la cama, la oscuridad lo rodea, el suelo está frío, pero algo lo inquieta. Un escalofrió recorre su espalda. Un pensamiento, una voz interna, le dice que no mire atrás. Pero lo hace.

 

Y ahí está.

 

Una sombra.

En el rincón de la habitación.

Es un contorno, algo difuso, como si la oscuridad misma hubiera tomado forma. La sombra no tiene rostro, pero siente sus ojos, clavados en él, aunque no puede verlos. Y la sombra, en un susurro bajo y grave, le habla con voz de ensueño:

—Duerme. Sigue el sueño. Despertar duele.

 

Su corazón late con fuerza, pero no puede mover un solo músculo. La sombra se acerca, sutil, lentamente, deslizándose por el suelo, dejando un rastro de oscuridad, como si todo en la habitación la absorbiera.

 

Despierta…

 

Ahora está en su cama nuevamente. El miedo lo invade, pero también una extraña calma, como si todo fuera parte de un ciclo, uno que ya ha vivido muchas veces. Lo ha intentado todo: cambiar la rutina, mover el reloj, alejarse de los espejos. Pero todo regresa a la misma escena. Todo regresa al mismo lugar. A la misma habitación.

 

La sombra está allí otra vez, en la esquina, esperando.

 

—Sigue el sueño —susurra la voz, esta vez más cercana. Su aliento es frío, helado, y algo dentro de él sabe que no puede resistir.

 

No sabe si lo está soñando o si el sueño lo está soñando a él. El tiempo ya no importa. El reloj sigue en la misma hora, 7:02. La luz no se enciende. El teléfono sigue muerto.

 

Despierta.

 

Su cama.

Su habitación.

La sombra lo observa. Esta vez no se esconde en el rincón. Está de pie, cerca de él, sus contornos fluctuando, retorciéndose, acercándose y retrocediendo, como si fuera parte de la misma oscuridad que llena la casa. Le ofrece una mano…

 

Despierta.

 

O no.

No sabe si está soñando, si está muerto, si está atrapado en un ciclo sin fin. Solo sabe que cada vez que intenta escapar, la sombra lo sigue, lo atrae, lo envuelve.

 

Y la voz, suave y persistente, lo llama:

—Sigue el sueño. Despertar duele, no lo olvides…

 

La habitación se deshace a su alrededor, se convierte en una niebla espesa, y la sombra lo toma. Lo abraza. El sueño es lo único real, lo único que sigue, lo único que lo consume.

 

Despierta.

 

Pero ahora lo sabe: ya no puede despertar. Ya no hay salida. El ciclo continúa, como una repetición infinita, y la sombra lo guía, paso a paso, hacia el mismo destino.

El sueño.

 

 

 

El sueño V

El Ciclo Infinito

 

Despierta en su cama.

La habitación parece la misma, pero el aire es más espeso, más opresivo. Mas doloroso. Mas líquido. El reloj sigue marcando las 7:02. La luz no enciende. El teléfono sigue apagado, muerto. Todo sigue igual, pero hay algo diferente, algo que no puede identificar. El miedo lo consume lentamente, pero también una extraña calma. Él ya estuvo allí.

 

Intenta moverse, pero su cuerpo se siente pesado. Cada paso que da en la habitación resuena como un sordo eco, como si todo estuviera desbordado por un silencio demasiado profundo. Pero algo lo llama, algo lo obliga a levantarse.

 

La sombra está allí. En el rincón.

No se mueve, pero sabe que lo observa.

—Sigue el sueño, despertar duele —susurra con voz grave, más cercana esta vez. La oscuridad parece envolver la habitación, cada rincón se desvanece en un abismo interminable.

 

Despierta.

 

De nuevo en su cama.

La misma habitación, la misma sensación. El reloj sigue marcando las 7:02. La luz sigue apagada. El teléfono, muerto. Todo es un eco. Todo es un ciclo. No hay escapatoria.

 

Su respiración es errática, el miedo lo consume, pero hay algo más: la sombra lo está esperando. Esta vez, está más cerca, más presente. Puede sentir la frialdad de su presencia, como si una mano invisible lo estuviera tocando desde las sombras.

 

Despierta.

 

Otra vez. La misma habitación, la misma cama, el mismo rincón oscuro. La sombra está ahora de pie frente a él, inmóvil, observando. Las paredes parecen acercarse, como si la casa misma lo estuviera tragando.

 

La voz de la sombra resuena en su mente:

—Sigue el sueño.

 

Un dolor agudo lo recorre, punza por su garganta, por su espalda. Algo dentro de él se retuerce, como si su cuerpo estuviera a punto de desmoronarse. Quiere gritar, pero no puede. No tiene voz. Se siente atrapado. Cada vez que despierta, la misma pesadilla lo devora.

 

Despierta.

 

La habitación está vacía. No hay sombras, no hay ruido, solo un vacío absoluto. Pero algo se mueve. Algo dentro de él. Siente que está siendo arrastrado, como si estuviera siendo tragado por un agujero oscuro en el suelo.

 

De repente, el espacio cambia. No está en su habitación. La luz es tenue, un resplandor suave que lo rodea. Está en un lugar cálido. Restricto.

 

Despierta.

 

No está en su cama.

No está en su casa.

 

Está dentro de algo.

Dentro de un espacio oscuro, estrecho. Palpitante. Un vientre. Su respiración se corta. No puede mover las manos ni los pies. Está rodeado por una membrana suave, cálida, como si estuviera contenido en un lugar del cual no puede escapar.

 

La sombra, que ahora es parte de él, susurra en su mente.

—Este es el verdadero sueño. El despertar solo trae dolor

 

Y, por fin, lo entiende. Nunca estuvo "despierto". Cada ciclo, cada pesadilla, cada despertar era solo un reflejo, un eco, una repetición interminable. De su mente. El ciclo eterno que lo atormentaba no era un sueño, ni una muerte. Era el proceso que nunca había terminado.

Era el regreso a su origen.

 

El útero materno.

 

La verdad es simple, aterradora. El miedo, la desesperación, el terror que sentía en cada despertar, era el miedo primordial de la vida que se estaba formando, atrapada, esperando ser liberada. Un ciclo que se repite antes de que siquiera comience.

 

Y entonces, al final, la sombra ya no lo persigue. Porque ha llegado a su destino final.

 

No hay más despertar.

 

La luz se extiende sobre él…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La caída.

 

He muerto tantas veces, que ya no sé cómo empezar a contar los días, ni las horas, ni los momentos en los que mi alma se disolvió en el olvido. El tiempo ya no es mi enemigo, ni mi amigo. Es solo un eco vacío, una cicatriz invisible en mi piel, que nadie logra ver.

Pero en cada muerte, en cada reencarnación, hay una constante. Tú.

Nunca te he visto realmente. No sé si existes, si eres real, o si soy yo quien te inventa, como consuelo a este tormento eterno.  Pero sé que siempre estás ahí, en las sombras, esperando por mí. Y yo te busco, como un condenado, que sabe que su huida lo lleva directo a una prisión eterna.

Solo tú. Únicamente tu.

Recuerdo, ahora, la primera vez que te sentí cerca. No era un susurro, no era una caricia. Ni un pensamiento. Era una presión, un peso sobre mi pecho, como si alguien estuviera… mirando al otro lado del cristal, con una sonrisa que ya no puedo recordar, pero que puedo sentir.

La ciudad, aquella ciudad que siempre está bajo un cielo gris, ha comenzado a desmoronarse lentamente en mí. Las casas crujen con un sonido sordo, como si sus cimientos estuvieran a punto de caer. La gente camina por las calles con las caras desdibujadas, como si estuvieran vacías, como si ya no tuvieran razón para existir. Y yo, yo también soy uno de ellos, una sombra más.

Te busco en cada rincón, en cada grieta, en cada sombra. Siento tus pasos tras de mí, frente a mí, pero nunca te alcanzo. Y me doy cuenta de que nunca te alcanzaré.

No eres una figura, ni una forma. Eres un vacío. Una ausencia. Una nada que arrastra todo a su paso.

Solo tú. Simplemente tú.

La desesperación me consume. Me roe por dentro, como una gota sobre la piedra. No hay descanso, no hay consuelo. No hay piedad en el silencio. He gritado tu nombre, el que no se debe nombrar en la oscuridad infinita, pero no he recibido respuesta. No hay eco. No hay sonido. Solo el frío. Solo soledad.

Es curioso cómo al principio, incluso en medio de esta desesperación, intentaba racionalizarlo. Pensaba que tal vez, si te encontraba, todo tendría sentido. Que tú serías la respuesta, la razón detrás de este ciclo sin fin. Pero la verdad es mucho peor. Y este despertar me corrompe.

Tú no eres la respuesta.

Tú no eres la salvación.

Eres la condena.

Cada vida, cada muerte, es solo una repetición vacía de la anterior. Cada vez que me acerco a ti, cada vez que creo que te tengo, te desvaneces. Y yo caigo, una vez más, en el abismo. No soy más que un espectro buscando algo que no puedo recordar, algo que ya no tengo derecho a tener. Algo que perdí al soñar.

Las calles se derrumban a mi alrededor, las puertas se cierran, las escaleras sucumben, las paredes se agrietan, y el mundo entero comienza a desintegrarse, como si nada hubiera importado nunca. Todo lo que he hecho, todo lo que he vivido, no tiene peso, no tiene valor. No tiene sentido. Porque al final, lo único que queda es el vacío. Y el vacío es… eres solo tú.

Solo tú. Únicamente tu. Malditamente tu.

Cada vez que intento dejar de buscarte, me encuentro a mí mismo mirando hacia el mismo lugar, en el mismo rincón, el mismo espejo, el mismo circulo, esperando que al final del túnel, en la oscuridad más densa, allí estés. Pero no lo estás. Solo hay más oscuridad. Mas vacío.

No hay redención, no hay esperanza.

Solo el eterno regreso al principio.

La última vez que te vi fue en un sueño. Te paraste frente a mí, y por primera vez vi tus ojos, vacíos, hundidos, como dos abismos que reflejaban todo lo que he perdido. Me dijiste que no podía escapar. Que nunca lo haría. Que nunca cruzaría la puerta. Que no eras para mí.

Porque yo ya estaba muerto.

Entonces, comprendí.

Y me hundí en el olvido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sueño 1

En la oscuridad del sótano, los susurros y murmullos se arrastraban el aire, como si las paredes mismas respiraran con una vida ajena, olvidada y antigua. A través de la rendija de la antigua puerta, semicerrada, un hilo de luz titilaba, como estrella olvidada, bañando de sombras grotescas, las formas que se arrastraban y retorcían en el suelo. Un crujido metálico rompió el silencio, seguido por un sonido húmedo, viscoso, como si algo estuviera desgarrando, su propia carne. El olor a podrido, a moho, azufre y a algo cobrizo, llenaba la estancia, una mezcla de descomposición y salitre, y, en el centro, una figura, retorcida sobre si misma asemejando una forma vagamente humana, emergió del oscuro abismo líquido que fluctuaba en el medio del sótano.

Sus ojos, eran dos huecos vacíos, como si la oscuridad misma los hubiera llenado con su esencia. Su cuerpo, desmembrado de forma antinatural, estaba unido por una serie de hilos de carne que latían al unísono, como si todavía intentaran vivir. La piel, tirante, arrugada, y gris, estaba cubierta de un sudor negro, que brillaba en la poca luz, que osaba posarse sobre aquella criatura, resbalando por sus huesos expuestos. A medida que se acercaba, su respiración rasposa llenaba el aire, una mezcla de agonía, placer y desesperación; eran sutiles casi palpables.

De improviso, la criatura extendió un brazo, marchito hacia la puerta, sus dedos rotos y alargados como estacas de marfil, tocaron la madera, con un toque que sonó a una condena lejana, a una promesa de sufrimiento sin fin, a un recuerdo de otra vida. Algo más, algo más grande y aún más abominable, aún más antiguo, se movía en las sombras de la habitación. Donde los ángulos se volvían en sí mismos. Era como si las mismas paredes fueran una prisión para entidades más allá de la comprensión humana, y aquel ser, aquel vestigio de la carne, y de la vida, tan solo fuera un mensajero. Lo que vino después fue un murmullo, casi inaudible, un susurro lejano que comenzaba a retumbar en los huesos de quien osara escuchar: "El tiempo ya no es real y despertar duele… siempre duele”

Lior… despertó.

 

La caída 2

Los recuerdos.

 

La oscuridad como manto lo rodeaba, erguido de pie, impecable esperaba. No había luz más que la que surgía en destellos efímeros, sobre su cabeza, como si el universo estuviera en proceso de colapsar. El aire estaba pesado, denso, como si todo en ese lugar estuviera suspendido en un espacio sin tiempo, entre la muerte y el nacimiento, entre la quietud y el caos.

Él estaba allí, en el umbral de su propia existencia, en un vacío donde las fronteras entre los mundos se fundían entre sí. No podía recordar cómo había llegado, ni qué lo había traído hasta allí. Tampoco le importaba. Había dejado de preguntarse por las respuestas desde hacía ya mucho tiempo. Desde que la olvido. La quietud lo había envuelto como una tela de araña, y había decidido no luchar. No había propósito en volver a hacerlo. Lo único que quedaba era esa sensación: el vacío, la desesperanza, el sosiego, la lenta desaparición de lo que alguna vez había sido humano.

Todo en ese lugar parecía diseñado para torturar su alma. La luz se desvanecía cada vez que él intentaba verla con más claridad, y el sonido que percibía no era más que un murmullo constante, un eco distante de voces que ya no eran humanas. Que gritaban como coro arcano. Y entonces, en medio de la oscuridad, surgió la palabra, como una llamada desesperada desde algún rincón olvidado de su mente.

"Libres."

La palabra se repitió, resonando en su ser como un himno de muerte. Libres. ¿Qué significaba eso? ¿Qué era la libertad en un lugar como este? La libertad de escapar de lo que lo atormentaba, libertad de ser recordado o la libertad de ser consumido por la nada, ¿por la oscuridad que lo rodeaba?

En su mente, la imagen de la puerta apareció. No era una puerta física, sino una puerta en su alma. Un umbral. Un pasaje hacia un final inevitable. ¿Sería esta la última vez que sentiría algo, o sería solo el comienzo de algo más oscuro, más profundo? El terror se apoderó de él al comprender la magnitud de lo que había aceptado al cruzar ese umbral. No había vuelta atrás. No había escape.

"Esta noche arderán," pensó, sintiendo que su piel comenzaba a arder con la intensidad de la oscuridad misma. El calor se acumulaba dentro de él, un fuego invisible que lo consumía lentamente, que lo reducía a cenizas, que lo reconstruía y, sin embargo, no podía moverse. El sufrimiento era absoluto. Esta noche llorarán. Recordó. Las lágrimas que no podía derramar, las voces que no podía escuchar. Y, sin embargo, allí estaba, esperando que el dolor lo atravesara, esperando que todo se desmoronara en su interior. "Nos odiarán," susurró para sí mismo, como si el odio del mundo fuera la única forma de sentir que aún existía.

¿Era el fin? ¿O solo el comienzo de una nueva etapa, una que se deslizaba más allá de los límites del sufrimiento humano? Se preguntó si había algo más allá del dolor. Algo más al despertar. Pero al instante se dio cuenta de que no había respuesta. No existía un consuelo, solo la eterna espera de algo que nunca llegaría.

"Mas esta noche seremos libres..." Pensó de nuevo. Pero ya no creía en esa palabra. La libertad no era algo que pudiera alcanzar. No en este lugar. No después de todo lo que había perdido. La libertad era una ilusión, un sueño roturado por la desesperación. Y él ya no era más que una sombra de lo que alguna vez fue, condenado a caminar por el vacío de la eternidad.

"Libres como al comienzo, libres como al final…" repitió, pero sus palabras se disolvían en el aire, silenciadas como si fueran tragadas por la misma oscuridad que lo había devorado. Cada palabra, cada pensamiento, era un recordatorio de lo que ya no era, de lo que había sido arrancado de él en algún lugar entre los recuerdos y los sueños. Lo que una vez había sido una existencia plena ahora era solo un eco que resonaba en las paredes de su mente.

"Y el lugar donde descansará mi alma…" murmuró con voz rota. ¿Dónde descansaría su alma, si es que algo quedaba de ella? El espacio era vacío, interminable, y en su mente solo quedaba la imagen de esa puerta. La puerta que había cruzado y que ahora lo mantenía prisionero, atrapado en un ciclo interminable de muerte y renacimiento. Un ciclo que nunca terminaría, un ciclo que solo se alimentaba de su desesperación.

Y así, mientras las sombras lo envolvían y el eco de sus pensamientos se desvanecía en la oscuridad, entendió que su alma ya no le pertenecía. No era más que un reflejo, un suspiro atrapado en el espacio entre la vigilia y el sueño. El tiempo ya no tenía sentido, y lo único que quedaba era ese deseo: el deseo de encontrar la paz, aunque fuera a través de la destrucción, aunque fuera a través de la muerte misma.

"Ahora, ya no hay vuelta atrás," susurró, su voz rasgada y vacía. No había nada que pudiera hacer. No había nada que pudiera cambiar. El mundo ya no era más que un sueño roto, una ilusión que se desvanecía con cada respiración, con cada latido de su corazón. Y en el silencio absoluto, y por fin grito:

 

"Esta noche arderán”

"Esta noche lloraran”

“Esta noche nos odiaran”

“Mas esta noche seremos libres”

“Libres como al comienzo”

“Libres como al final”

 

Pero la libertad nunca llegó.

Tiempo al tiempo

 

Despertó sin nombre, sin recuerdo, sin dirección. Solo el tic tac seco del segundero invisible, marcando algo detrás de sus ojos. El lugar era una habitación sin esquinas, como si el espacio mismo hubiese olvidado cómo doblarse. No sabía si era de noche o de día. Allí, el tiempo no se medía en luz, sino en pulsos. Cada latido: una pérdida. Cada respiro: una renuncia. Cada tic: un comienzo. Cada tac: un final

Había un reloj. No en la pared, sino en su pecho. A veces aceleraba sin razón, otras se detenían por segundos que parecían eternos. Y cuando el tiempo se detenía, todo lo demás también. El sonido. El aire. El pensamiento.

Entonces llegaba la voz. No venía de afuera. Era un eco que le hablaba desde algún pasillo interno.

—Es tiempo de rendirse. Y perder todo.

Y él lo hacía. Cada vez, sin entender por qué. Se soltaba. De ideas. De recuerdos. De cuerpos antiguos que ya no eran suyos. De su propio ser.

Otra habitación. Otra etapa. Otro pulso. Tic… Tac.

Una figura se le presentó. Sin rostro. Solo ojos, flotando en la penumbra.

—Es tiempo de olvidar. Y morir en silencio.

Él obedecía. Olvidaba a sus padres, sus amigos. sus amores, sus anhelos, sus miedos. Uno por uno, como hojas secas arrancadas por una estación implacable. A veces lloraba. A veces reía. Pero no sabía por qué.

El suelo temblaba. No por terremoto, sino por decisión. Era el momento. Lo supo el tic, porque lo sintió en las uñas, en la espalda, en el tac profundo de su alma.

—Es tiempo de luchar. Y por fin ganar.

Pero luchar contra qué, si no había enemigo. ¿Contra el olvido? ¿Contra sí mismo? Lo intentó. Corrió por pasillos de sombras, se internó en cavernas de recuerdos, gritó palabras que no recordaba haber aprendido, olvido los canticos de antaño, golpeó muros invisibles. Atravesó puertas sin número. Algo dentro suyo rugía como un animal enjaulado.

—Es tiempo de comenzar. Y llegar al final.

Y el ciclo empezó otra vez.

Tic…Tac


Viviendo.
Sufriendo.
Perdiendo.
Muriendo.
Despertando.
Comenzando.
Rezando.
Esperando.
Rogando.

Soñando.

En cada repetición, algo se alteraba. Un color que no pertenecía, a ese mundo, una palabra nueva, un reflejo extraño. Un silencio. La maquinaria del tiempo no era perfecta. Había grietas. A través de ellas, él veía fragmentos de sí mismo en otras vidas. En una era niño. En otra, anciano. En una más, no humano.

Entonces comprendió.

No era un hombre.
Era un instante.
Era la pausa entre un respiro y otro.
Era el eco que queda después del silencio.

Y cuando por fin quiso escapar, una última voz lo detuvo:

—Es tiempo de cambios. Tiempo de dolor. Tiempo de amor. Tiempo de rencor.

La novena puerta apareció. No era una puerta común. Era un umbral hecho de relojes rotos, latidos suspendidos, lágrimas detenidas a mitad de la caída. Espirales inconclusas. Él cruzó.

Y al otro lado…

El silencio era vasto, la luz no era luz…

Y al otro lado… la luz se devoraba a sí misma. Sintió que el reloj en su pecho no marcaba más latidos, sino el eco de un vacío que se extendía por todo su ser. Las voces se disolvieron en un murmullo indescifrable, y la puerta se cerró detrás de él, no con un sonido, sino con una ausencia de todo sonido.

No había amor, ni perdón, solo la certeza de una repetición eterna que ya no prometía nada más que su propia disolución.

Tiempo al tiempo,

Susurró el eco de su último pensamiento, mientras lo que quedaba de él se diluía en la nada, comprendiendo que el final era el principio de la misma condena, y el principio, el final de cualquier esperanza. El umbral se había cruzado, pero solo para revelar un abismo más profundo, donde el tiempo no era sino el lento olvido de sí mismo.

 

 

 

Sueño 2

Y así… me arrojó la tutela… como si mis pasos no fueran más que ecos, en un abismo insondable, que nunca alcanzaba fondo. Me sentí arrastrado por la marea de un destino que no pedí, pero que, sin embargo, me reclamaba con la fuerza de mil voces perdidas, que entonaban un cantico de recuerdos y de olvidos. El suelo bajo mis pies ya no era sólido, ni siquiera real. La oscuridad se espesaba como una niebla densa, y en sus rincones, donde el rabillo del ojo no lograba ver, algo observaba, algo esperando, algo babeante.

Mi respiración se volvía pesada, como si soñase, como si el aire mismo estuviera imbuido de un poder extraño, algo que atravesaba y distorsionaba la realidad. Las sombras de los antiguos seres se alzaban a mi alrededor, llamándome con voces distorsionadas y ajenas a todo lo que comprendía, como si no fueran criaturas de este mundo, sino fragmentos de un sueño que nunca debió ser soñado.

A lo lejos, una figura emergió de la niebla, sus contornos fluctuando como un espejismo que se resistía a ser comprendido. No era humana, ni algo reconocible, y, sin embargo, sabía que su mirada era capaz de despojarme de mi alma.

"Te has acercado demasiado", murmuró la figura, una voz que parecía provenir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo. Pero resonaba con la fuerza de un trueno y la calma de una carcajada de bebe. "La tutela no es un castigo, sino un recordatorio de lo que jamás podrás escapar."

Y en ese instante, comprendí que la oscuridad no solo me rodeaba, sino que también había comenzado a formar parte de mí.

Y así me arrojó la tutela.
La oscuridad me envolvió, cerrando el paso.
Ecos distorsionados susurraban mi nombre, sin respuesta.
Mi alma se desvaneció, perdida en el abismo.
Y todo lo que conocí, se quebró, se disolvió.

Y asi sin poder regresar levanté los ojos y lo vi…

Vi el umbral, la puerta y su sonrisa...

Y Desperté a las 07:02.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La caída 3

La esperanza.

 

Ella atravesó los cercos…

El campo era un páramo, un olvido de los interminables siglos. Pasto seco, como nervios viejos, tendidos sobre una tierra que ya no respira. Estoy solo. Siempre lo he estado. El cielo, inmóvil, de un gris casi blanco, parece mirarme con pena. No hay viento. No hay pájaros. Solo el crujir del tiempo suspendido em un mudo reloj.

A mi alrededor, los cercos: estructuras gastadas, oxidadas por lluvias que ya nadie recuerda. Son líneas de contención, no para protegerme… sino para que no huya.

Y, sin embargo, no hay miedo. Solo mi tristeza, tan antigua, tan desgastada, que parece dormir bajo mis huesos.

Entonces, aparece.

Ella.

No camina, no corre. Simplemente llega. Trigueña, triste, su cabello se mueve sin brisa, como si respondiera a otra ley más profunda. Sus ojos me buscan, me encuentran. Y en su mirar hay siglos. Hay memorias que no me pertenecen, pero que reconozco. Su sola presencia desgarra el velo de este mundo sin sol.

Los cercos… los atraviesa, como ángel etéreo.

El metal no cruje. Se disuelve. Se somete. Como si supiera que su llegada era inevitable. Como si todo lo que fue construido para alejarme de ella, se rindiera por fin, a su presencia.

Se detiene frente a mí.

La observo. La conozco. No de esta vida. No de esta forma. Sino de otra... tal vez de todas. Hay cicatrices en su alma, iguales a las mías. Heridas que no sangran pero que duelen al mirarse de frente. Y, aun así, se acerca.

Me abraza.

Y el mundo cambia.

No hay calor, no hay frío. Solo un instante suspendido fuera del tiempo, en el que todo tiene sentido. En su abrazo hay noche, pero también hay un amanecer que nunca llegó. Hay fin, pero también hay semilla.

La reconozco.

Y en ese reconocimiento, el dolor se disuelve. No porque deje de doler, sino porque deja de importar.

Despierto.

Sí. Estoy solo.

Pero ahora sé que ella existe.

Que vendrá.

Que siempre ha venido.

Y que el tiempo, por cruel que sea, no puede matar aquello que arde más allá de él.

 

 

 

 

Sueño 3

 

El abismo susurra… tu alma ya no pertenece a este mundo.

En el mismo susurro, la oscuridad… devora tu esencia.

Y tú esencia, tu esencia ya nunca más es lo que antes fue.

Y lo que alguna vez fuiste, ahora yace en el olvido.

En el olvido de la era, de esos eones olvidados.

Olvidados por el tiempo, sus rugidos se ahogan en la nada.

En la nada, en la vasta nada, donde duermen aquellos seres primordiales, esos dioses de antaño, de nombres impronunciables, de figuras que te conducen a la locura.

En la nada, sus sombras se entrelazan, tejidas en delirios antiguos, sus ojos vacíos observan, esperando el retorno del caos.

Un caos reptante, un caos nuclear, un caos de un solo ojo.

Deslizando su cuerpo por entre los pliegues del universo, arrastrando consigo la esencia de lo que alguna vez fue orden.

Y así, el gran soñador permaneció, atrapado en su propio reflejo, condenado a tejer sueños que nunca despertarían.

Y allí desde el umbral del sueño, donde los mundos chocan, giran, y se contorsionan sobre si mismos, una silueta se perfilo.

 

Sentado sobre sus cuartos, traseros el gato esbozo su tétrica sonrisa.

La Novena Puerta de Kadath

 

Desde pequeño, Julián soñaba con escaleras. Algunas eran de mármol, otras de hierro oxidado, otras de maderas desconocidas, pero todas llevaban a puertas cerradas. La más persistente en sus sueños era la puerta número 9, una madera negra que parecía palpitar y absorber la luz en forma de espiral, susurraba en lenguas que él nunca había oído, pero que siempre comprendía.

 

Con los años, los sueños se volvieron más vividos, más reales. Dejaron de sentirse como ficciones nocturnas y empezaron a tener consecuencias en la vigilia: heridas que aparecían sin causa, olores familiares, frases extrañas escritas con caracteres desconocidos en los espejos empañados, e incluso la certeza implícita de que alguien —o algo— lo miraba desde los ángulos de los cuartos, desde el otro lado de los reflejos.

 

Una noche, una de esas sin luna, Julián encontró la puerta número 9 en el mundo real. No en un edificio, sino en una habitación abandonada al fondo de una estación de trenes, olvidada por el tiempo. Allí estaba: igual a como la había soñado. Su corazón latía con un ritmo melancólico, cuando apoyó la mano en la manilla. La madera estaba tibia al tacto.

 

Al abrirla, no vio una habitación, sino un cielo con estrellas que no reconoció. Escaleras colgaban en el aire, suspendidas como costillas de una criatura dormida. Abajo, ciudades imposibles brillaban con luz de lunas que nunca habían orbitado la Tierra. Arriba, una montaña negra se elevaba hacia un horizonte curvado de una manera imposible. Supo de inmediato, como golpe de conocimiento guardado en su memoria, su nombre: Kadath, la ciudad prohibida de los dioses del sueño.

 

Julián avanzo lentamente, cruzó el umbral, y la puerta desapareció tras él.

 

No caminaba: flotaba, caía hacia arriba, empujado por fuerzas que solo los que duermen podrían comprender. En su ascenso, vio criaturas de sueño y pesadilla: sabios con piel de pergamino, y bocas de neblina, bestias con ojos humanos, ángeles invertidos que lloraban sangre de plata, demonios de luz, tocando melodías extrañas.

 

Vio cosas que no eran para ojos mortales. Morfeo, sentado en un trono de sueños rotos, Un gato con un solo ojo, el Mensajero de los Dioses, lo saludó con una sonrisa rota. Le ofreció devolverlo, pero Julián siguió subiendo. No por valentía, no por curiosidad, sino porque sentía que su alma ya no le pertenecía.

 

Cuando llegó a Kadath, no encontró templos, estatuas, ni tronos. Solo un vacío palpitante, pacífico y frenético. Allí, el Sueño Original dormía, y en su latido cíclico, Julián comprendió la verdad: él mismo era un fragmento del sueño de Azathoth, una chispa de pensamiento dentro de la mente dormida del Caos Primordial.

 

En ese momento, Julián despertó, despertó realmente.

 

Y con su despertar, el mundo comenzó a colapsar.

 

Las ciudades de la Tierra se derrumbaron como castillos de naipes, como cristales se resquebrajaron. Las montañas se doblaron hacia adentro. Las personas se difuminaron con gritos de silencio. Las estrellas cayeron como cenizas. Todo se desvanecía… porque todo era un sueño, uno de Julián, y Julián ya no dormía.

 

Y en el último segundo, en la milésima antes del fin, una nueva puerta número 9 apareció en la vasta nada.

 

Y alguien más, en otro lugar, la abrió.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Visitador 1

 

La oscura noche era pesada. Afuera, el viento soplaba con una voz hueca, como si murmurase secretos antiguos entre los árboles. Dentro de la habitación, el colchón en el suelo parecía un solitario islote en medio de un océano oscuro. El niño, de apenas siete años, no podía conciliar el sueño.

 

Su hermana, de visita después de años viviendo en un distante país, dormía en su cama. Tranquila, respirando pausadamente, inmóvil. Pero el niño sabía que algo no estaba bien. Desde que ella llegó, la casa se sentía distinta. Mas pequeña. Más fría. Más silenciosa. Como si la oscuridad hubiese estado esperando justo ese momento para revelarse.

 

Ella soñaba.

 

En su sueño, caminaba por un campo interminable bajo un cielo púrpura y nubes de algodón, lleno de estrellas que giraban en direcciones imposibles. Frente a ella, un hombre alto, vestido con un traje antiguo y una sonrisa demasiado ancha para ser humana, la invitaba a seguirlo. Su voz, un eco de ensueños rotos, no tenía sonido, pero ella la entendía perfectamente.

—Ven. Te he estado esperando.

 

En el mundo real, el niño se cubría con la frazada hasta la nariz, mientras temblaba sin cesar. No era por el halito frío que inundaba su habitación. Era por el presentimiento. Algo más estaba en la habitación con ellos.

 

Lentamente abrió sus ojos.

Y allí estaba.

 

Una silueta sombría, parada al lado del armario, inmóvil. No había un rostro visible, solo sus ojos brillaban con un ámbar profundo, como brazas encendidas. El niño, inmovilizado por el pavor. Quería gritar, pero su garganta estaba sellada por un miedo visceral.

 

La sombra, giró lentamente su cabeza hacia él. No caminó, simplemente apareció al lado de su colchón. A esa distancia, los ojos del ser eran aún más intensos. Y lo observaban, como si miraran directamente el interior de su alma.

 

El Visitador habló, con ecos del ayer y del mañana, pero su voz no se escuchó, no con los oídos.

Fue un zumbido ensordecedor, dentro del cráneo del niño.

 

—No debía, no ella no debía dormir en esa cama.

—Ella ya me vio.

—Ahora tú también.

Esto no es un sueño, pero tú puedes elegir olvidar.

—O puedes elegir despertar.

 

El niño parpadeó y la silueta se desvaneció, con pasos rápidos y el corazón en su mano el niño encendió la lámpara. Su hermana aún dormía profundamente, aunque sus labios se movían, murmurando algo ininteligible.

 

El Visitador ya no estaba.

Pero su olor, como si algo se hubiese quemado seguía en el aire.

Y en la alfombra, donde antes no había nada, ahora había algo escrito, grabado en la tela con fuego de antaño:

 

"Volveré por ella, en la noche sin luna."

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Visitador (Parte II)

 

A la mañana siguiente, la luz del día era más tenue de lo habitual. El niño, durante el desayuno, se mantenía el silencio, aún con temor. Apenas comió. Su hermana, en cambio, estaba extrañamente animada, alegre y conversadora.

Le brillaban los ojos, como si hubiese soñado con algo maravilloso.

 

—Soñé algo rarísimo anoche —dijo, con voz casi infantil—. Había un hombre muy elegante, creo… o algo así. Me hablaba, sin hablar.

—¿Y qué te decía? —preguntó el niño, con voz quebrada, intentando disimular su miedo.

Ella sonrió, como si fuera una historia graciosa.

—Que saliera con él. Que me estaba esperando afuera de la casa. Que, si abría la puerta, podía mostrarme las “estrellas desde abajo”.

 

El niño, pálido, con ojos llorosos pregunto,

—¿La… la puerta de… la casa? ¿En el sueño?

 

Ella se detuvo un momento.

—Sí… —respondió más seria—. Estaba despierta, o eso creía. Me levanté de la cama, fui por el pasillo que brillaba… de un color que no conozco, y él estaba parado frente a la puerta de entrada. Me dijo que no tuviese miedo y que, si cruzaba, me mostraría “el lugar donde todos los sueños se sostienen”.

 

—¿Lo hiciste? —susurró el niño.

Ella negó con la cabeza, pero con duda.

—No sé… creo… que abrí la puerta, pero entonces desperté.

 

El niño tragó saliva, seco las lágrimas que involuntarias había soltado. No quería contarle sobre la sombra de ojos ambarinos, ni lo que le dijo, ni lo que dejó grabado en la alfombra. Sentía que, si lo hacía, esa cosa sabría que lo había recordado… y regresaría antes del anochecer.

 

Su hermana se encogió de hombros.

—Fue solo un sueño, no hay nada malo en él.

 

Pero esa noche, él ya sabía la respuesta.

 

Y la luna… ya no estaba en el cielo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Visitador (Parte III: El Nombre Prohibido)

 

La noche, llegó sin advertencia y sin la luna.

Todo estaba oscuro, más oscuro que nunca, como si la casa flotara en el vacío. Ni un rayo de luz estelar se filtraba por las ventanas. El silencio, espeso, sepulcral, lo envolvía todo. Como si el mundo contuviera el aliento, en espera de un golpe final, que devolviese la vida a la pequeña casa del niño.

 

El niño no dormía. Esperaba, acurrucado en su isla, en medio de ese mar de oscuridad que lo rodeaba, cual naufrago del silencio.

 

A las 3:15 AM, su hermana se levantó como sonámbula.

Sus ojos estaban abiertos, pero vacíos, ajenos al mundo.

Caminó por el pasillo con pasos suaves y lentos, como flotando en la noche.

Sus dedos tocaron el pomo de la puerta principal.

La giró.

 

Fue entonces cuando el niño lleno de un valor ajeno a él, se levantó, temblando, pero decidido.

Corrió, con sus ojos cerrados y encendió la luz del pasillo.

 

Y ahí estaba.

 

El Visitador.

 

De pie junto a la puerta, con su sombrero de ala ancha, su traje antiguo, su abrigo abierto, y los ojos como carbones encendidos en un cráneo sin rostro.

La sonrisa irónica, era más grande esta vez. No humana. No viva.

 

La luz no lo hacía retroceder. Revelaba su naturaleza, lo mostraba tal cual era.

 

La hermana lo miraba con ternura, como si fuera alguien que había amado toda la viday que añoraba volver a ver.

 

El niño se paró frente a ellos, sin miedo ni dudas y sin entender por qué sabía lo que sabía. Pero lo dijo. Con una voz que no era la suya, como si repitiera un recuerdo que no era suyo, pero que si lo era:

 

—No, Hypnos…

—Deja a Vishnu dormir.

—¡Yo, Azathoth, te lo ordeno!

 

El Visitador se congeló.

 

Por un segundo, las paredes temblaron. El aire se volvió denso.

El tiempo pareció romperse. Todo el universo se arrugó en un punto.

Y el Visitador dio un paso atrás.

 

La sonrisa se borró.

Los ojos se apagaron.

Y con un chasquido sin sonido, desapareció.

 

La hermana cayó al suelo, desmayada.

 

La puerta seguía abierta, pero afuera no había calle.

Solo estrellas.

Girando.

Tiritando.

Observando.

Mudas en el cielo nocturno.

 

El niño cerró la puerta.

No porque tuviera miedo, sino porque comprendía.

 

No era un niño.

Él recordaba.

Recordaba el sueño original.

Recordaba la música del caos.

Recordaba las flautas.

 

Y sabía que, si lo deseaba… podía volver a dormir.

 

Pero eligió quedarse despierto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Visitador (Parte IV: El Núcleo del Sueño)

 

El niño… no dormía. Ya no podía hacerlo.

La casa, la noche, las estrellas, su hermana—todo lo que conocía—comenzaba a disolverse, lentamente.

 

Primero fueron los sonidos.

El tictac del reloj dejó de hacer eco.

El pasillo, la puerta, y el cielo se difuminaban.

Luego, los colores. El mundo perdió su saturación hasta quedar en una escala borrosa entre gris y nada.

 

Su hermana, aún inconsciente yacía en el suelo, se volvió estática, como una figura atrapada en ámbar. El aire ya no se movía. No había viento, ni calor, ni aliento. Solo el cuarto.

 

Solo él.

 

Se puso de pie, pero no escuchó el crujir del piso. No hubo contacto.

El colchón donde dormía, su oasis personal, ya no estaba.

El techo, las paredes, las puertas: todas comenzaban a desintegrarse como cenizas en una corriente invisible.

 

Solo su habitación permanecía.

Una isla fija en el derrumbe de la existencia.

 

Y entonces, entendió.

 

Él no era un niño.

Él nunca había sido humano.

El cuerpo, la casa, su hermana, la historia, la memoria… eran capas.

Sueños dentro de un sueño.

 

El universo se estaba desvaneciendo porque él había despertado.

 

Sintió un latido. No en su pecho, sino en todas partes.

Un pulso primigenio que retumbaba como un tambor sin manos.

La música que mantenía al cosmos danzando… se había detenido.

 

Los dioses menores gritaban en las grietas del tiempo.

Vishnu lo había custodiado. Morfeo había susurrado entre sus sueños, disfrazado de sombra, de Visitador, de guía maldito.

Pero ahora, nada podía mantenerlo dormido.

 

Él era Azathoth.

El centro ciego del caos.

El motor inconsciente del Todo.

El caos nuclear.

 

Y ahora estaba despierto.

 

Las estrellas dejaron de moverse.

Las leyes físicas se rompieron como vidrio bajo presión.

Las galaxias se desarmaron en espirales de polvo.

La realidad se rindió ante su mirada.

Las geometrías se esfumaron.

 

Solo el cuarto seguía.

Ese rincón, ese útero último, el santuario donde aún quedaba forma.

 

Se acercó a la ventana.

Y observo.

Afuera no había noche ni día.

Solo vacío.

Y, más allá del vacío… el reflejo de sí mismo, multiplicado hasta el infinito.

 

Una voz emergió. No ajena, sino suya:

 

—Dormir fue la creación. Despertar es el fin.

 

Miró a su hermana.

Ya no era su hermana.

Solo una imagen adherida a un sueño antiguo.

 

Cerró los ojos.

 

No para dormir.

 

Sino para destruir.

 

Porque ahora, al fin, no quedaba nadie más que él.

Y en su despertar…

El sueño se deshizo para siempre.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El visitador V. El Último Sueño.

 

La habitación flotaba en el vacío.

No había casa. No había cama.
No había nada.

Solo un suelo gris, paredes sin textura, y él.

El niño. Quieto. En silencio. Despierto.

Y por primera vez, verdaderamente solo.

 

No había sombra. No había hermana.

El Visitador no volvería.

Morfeo ya no sonreía.

No hacía invitaciones.

 

Todo se había deshecho.

Y sin embargo… aún pensaba.

Aún recordaba.

 

Recordó los ciclos.

 

La voz que decía: “Sigue soñando.”

Despertar tras despertar.

La lámpara que no encendía.

El teléfono muerto.

El ataúd. La sombra que susurraba.

 

Y ahora entendía…

 

No eran errores del sueño.

Eran puertas. Velos. Amortiguadores del impacto.

 

Porque despertar, para él, no era abrir los ojos.

Despertar… era desatar el universo.

 

Recordó el frío del vientre.

Recordó la suavidad del útero cósmico.

Recordó que ese espacio—ese vacío sin forma—no era una prisión.

Era una incubadora.

Recordó los sueños y a los soñadores.

 

Y entonces, lo supo.

Lo que había que hacer.

 

No era tiempo de despertar.

Era tiempo de dormir de nuevo.

De soñar con fuerza.

De contener el caos en una canción callada.

 

Se acostó en el suelo liso.

 

La nada lo abrazó como líquido amniótico.

Su cuerpo se disolvía, y con él, su pensamiento.

Pero antes de desvanecerse del todo…

 

Sonrió. Por última vez

 

Porque lo entendía.

Entendía todo ahora.

 

Él no era el niño.

Él no era la víctima.

Él era el centro.

La fuente.

El tambor primigenio.

El latido donde todo comienza.

 

Y mientras se hundía en el sueño perfecto…

 

Una nota vibró.

Una luz brotó.

Un estallido sin dirección, sin causa.

 

El Big Bang.

El regreso del universo.

El nuevo ciclo.

 

Y con él, una risa lejana, suave, antigua…

Como si en lo más profundo del sueño…

El visitador estuviera esperando otra vez.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Otro Soñador

 

Mientras el universo del niño se deshacía como polvo de estrellas barrido por un soplo eterno, en una ciudad sin nombre, perdida en la vastedad del mundo. Un hombre, Lior despertó gritando, como cada noche,

 

No recordaba el sueño, pero su cuerpo sí. Sudaba frío. Temblaba, no por el frio ambiente de su cuarto, si no por esa inquietante sensación, como si hubiese sido tocado por algo, más allá del tiempo. Miró el reloj, 03:33 am, suspiro, y lo noto, las agujas giraban hacia atrás. El vidrio del espejo de su habitación mostraba su rostro… pero con los ojos cerrados…

 

Lior despertó.

 

Esa noche, Lior no volvió a dormir.

 

A la mañana siguiente, al cerrar los ojos, en un parpadeo fugaz, vio una figura de espaldas: un niño flotando en medio del vacío, rodeado de escaleras imposibles, de puertas que no llevan a ningún lugar conocido, de espirales de humo cósmico envolviéndolo como si fuese el centro de un útero estelar. No supo por qué, pero su alma lo reconoció.

 

Él lo había soñado antes.

 

Era su creación, su propio sueño. O quizás él era parte del sueño del niño. Era imposible saberlo.

 

Las visiones se intensificaron. En la calle, los rostros de los transeúntes se fundían con máscaras grotescas, contorsionados en muecas de amor, de odio, de terror y de algo más, algo que en su interior se retorcía. Las puertas parecían mirarlo. Un número empezó a aparecer en todos lados: el 9. Nueve pasos al cruzar la calle. Nueve cuervos sobre los cables. Nueve golpes en su puerta cada noche.

 

Una madrugada, sin pensarlo, Lior bajó a su sótano. No recordaba haber tenido un sótano.

 

Allí estaba: la puerta número 9. Sin marco, flotando en el aire. Latía como carne viva, lanzando una muda invitación.

 

Sabía que, si la cruzaba, despertaría… pero no a este mundo. Al mundo del niño, al mundo real…

 

Al otro lado, Lior apareció en un cosmos en ruinas. Estrellas muertas colgaban de filamentos de oscuridad. Planetas rotos orbitaban una montaña de piedra negra que lloraba fuego, puertas semiabiertas, donde se aferraban manos de sueños rotos.  Y, allí, en la cima, estaba el niño, con los ojos abiertos por primera vez.

 

—¿Tú me soñaste o yo te soñé? —preguntó el niño.

 

Lior no respondió. Entendía que esa pregunta era una trampa.

 

La respuesta no importaba. Ambos eran fragmentos. Ecos del sueño lucido, de un dios dormido en el centro del Caos.

 

Y al verse reflejados en ellos mismos, lo comprendieron: los sueños del soñador se estaban cruzando, fusionando, multiplicando, realizando. La Novena Puerta no era una sola, era infinita, y cada soñador que la cruzaba reescribía la realidad con una nueva pesadilla…

 

Desde la cima de Kadath, con el niño a un lado y Lior al otro, el nuevo sueño comenzó una vez más. Un universo hecho de fragmentos de sueños, pesadillas, escaleras, puertas y espejos rotos, donde todo ser viviente estaba condenado a soñar con mundos que se devoraban unos a otros y que inevitablemente los devoraban a ellos mismos.

 

Y en la profundidad de su trono sin forma, en una solitaria habitación, Azathoth sonrió dormido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El Nombre Que No Puede Ser Pensado

 

Cuando puse el pie en el primer peldaño, comprendí el significado de la escalera 9, entonces algo en el universo se quebró. No en el aire, ni en el suelo, sino en la propia noción del tiempo y del espacio sobre sí mismo. Las paredes del universo se derritieron como cera al fuego, y por primera vez, lo comprendí: nunca estuve en un bus, ni en una escalera, ni siquiera dentro de un sueño.

 

Fui un pensamiento.

Fui un sueño.

 

Un recuerdo en la mente de una criatura idiota, ciega y sorda que dormía más allá del cosmos, más allá del espacio y del tiempo.

Una criatura de caos.

Y al llegar al final de la escalera, no encontré nada, ni cielo, ni un abismo… sino un ojo. Un único ojo, más grande que cualquier galaxia, sin pupila ni iris, que no miraba… sino que soñaba.

 

Era el.

Era yo.

Éramos nosotros.

 

Y yo, no era más que una de sus exhalaciones inconscientes, una vibración efímera, un instante fugaz… en el sopor de su delirio. El mundo, los rostros, las puertas, las guerras… todo era espuma en la fiebre de un dios sin mente, todo no era más que su pesadilla dulce y sutil.

 

Comprendí, con la certeza del condenado, que no había despertar. No había libre albedrío. No había escapatoria. No había nada. La escalera, las criaturas, los espejos, incluso el doctor asesino… los despertares, tu… todo formaba parte del mismo sueño que alguna vez llamamos realidad.

 

Y entonces, lo vi, lo sentí, y el… parpadeó.

 

Solo una vez.

 

Y con ese gesto, tan natural e inofensivo, el universo entero fue tragado por un silencio que no tenía nombre. Lo último que sentí fue la certeza de que volvería… a ser soñado. Una y otra vez. En ciclos infinitos. En espirales, En formas distintas. En cuerpos ajenos. En recuerdos olvidados.

 

Porque mientras el Caos Primordial duerma, nadie estará despierto.

 

Y todo, absolutamente todo, todos…somos parte de su pesadilla.